miércoles, 1 de enero de 2014

El escritor que no merece dar clases en la universidad

Su cuerpo cayó al suelo como un peso muerto. No le dio tiempo a apoyarse sobre la mesa y los papeles con el manuscrito de su nueva novela, que tenía que enviar a su editor esa mañana, cayeron con él. Fue todo repentino tras un corto periodo de tranquilidad, no había vuelto a sufrir un episodio similar en los últimos diez o quince días. Los médicos le dijeron que sus pérdidas de conocimiento no tenían aún una explicación y que debía seguir haciéndose más pruebas. No había signos de enfermedades cardíacas, de eso podía estar seguro. Tampoco era un tumor cerebral. Pero estaba enfermo y no sabía de qué. El primer día que sufrió una pérdida de conocimiento de este tipo fue el 14 de septiembre del año 2007. Caminaba por la calle, su vista comenzó a nublarse y cayó inconsciente.
No sufría dolores de cabeza previos a los episodios, pero sí después. Los doctores le habían mandado una medicación que apenas tomaba. No le pasaba muy a menudo y, pensaba, no era necesario medicarse. Se desmayaba y cuando recuperaba el conocimiento no tenía pérdidas de memoria a medio o largo plazo. Únicamente tenía problemas para recordar lo inmediatamente anterior al desmayo. Así que no se preocupaba en exceso. Desmayo y dolor de cabeza, no había, por el momento, nada más. Y mientras así fuera, no tenía pensado tomar la medicación. Con llevar una vida sana, retirarse a descansar a la sierra y andar mucho en zonas de aire limpio sería suficiente.
Un par de pájaros se posaron en la ventana de su despacho en la primera planta de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Era primavera, la época del año en la que las clases eran más amenas porque en muchas ocasiones se llevaba a los universitarios fuera de las aulas para hablar de Literatura, de Periodismo, de Política... De cualquier cosa que los jóvenes con ganas de comerse el mundo quisieran hablar. No era profesor titular ni profesor adjunto. Le invitaban una vez al mes para dar clases magistrales en aquel lugar tan evocador como la universidad. El lugar donde los jóvenes, como les contaba a los alumnos, debían disfrutar de la juventud, formarse como ciudadanos, animarse a conocer todo lo que no les habían contado ni en el colegio ni en el instituto. Vivir la vida antes de que las responsabilidades, las parejas, los hijos, sus profesiones, la sensación de que no han hecho nada de lo que se habían propuesto de jóvenes y el hartazgo hacia los jefes que les joderían a lo largo de su vida laboral, de tenerla, acabaran con sus sueños e ilusiones. 
Una vida sin ilusiones ni sueños, les contaba, no es una vida. Es ser moribundo todos los años previos a la muerte. Y una vez fallecidos, enterrados o incinerados, sólo queda pasar la eternidad muertos sin saber si fuera del ataúd o de sí mismos convertidos en cenizas el planeta Tierra sigue existiendo o si ya nos lo hemos cargado del todo en nombre del progreso humano degenerado en un cada vez más alto nivel armamentístico y del hijoputismo suicida tan característico de la raza humana. Una raza de animales capaz de engendrar a Platón, Séneca, Newton, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Severo Ochoa, Pío Baroja, Miguel de Cervantes, Shakespeare, George Orwell, Bertrand Russell o los Monty Python, pero al mismo tiempo a Genghis Khan, Calígula, Torquemada, el ayatolá Jomeini, Napoleón, Lenin, Stalin, Hitler, Robert Chambliss, Franco, Muamar el Gadafi o George W. Bush. Una raza de animales demasiado irónica en el peor de los sentidos como para tomársela demasiado en serio, que se cree el ombligo del Universo cuando está compuesta por puntos minúsculos dentro del mismo. Aunque con demasiados conocimientos como para crear un arma capaz de destruir un planeta pequeño o un satélite de uno más grande.
Cuando aún se encontraba inconsciente en el suelo, llamaron a la puerta del despacho. Eran casi las diez de la mañana. De diez a doce tenía que dar una de sus charlas. Sobre la mesa habían quedado alejados de su caída unas tarjetas con un par de ideas que serían el punto de partida para desarrollar la clase. Nunca se preparaba un discurso íntegro para estas ocasiones ni hacía la trampa de poner cristales con teleprompter como algunos políticos como Barack Obama o Enrique Peña Nieto. ¿Ser falso y fingir que está improvisando un discurso cuando en realidad lo está leyendo? No. ¿Cómo podía enseñar a los alumnos, futuros periodistas, que debían mentir a los ciudadanos? O tal vez no mentir, sino ocultar parte de la información, pero sin caer en mentiras. Un periodista no es un político, no debe mentir para ofrecer la mejor imagen posible mintiendo, ocultando o poniendo el ventilador de la mierda mirando al contrario para evitar que la suya, porque seguro que la tiene, también salpique. Él no era periodista, era escritor, pero la Literatura y el Periodismo siempre han estado estrechamente relacionados. Pero a él no le pagaban para enseñar Periodismo, sino, gracias a la intermediación del profesor Ramiro Villanueva, técnicas literarias útiles para periodistas dada su condición de finalista del Premio Alfaguara de Novela. Y aprendizaje para comprender el mundo. 
En todas las clases que daba dentro de un aula dividía la pizarra en dos partes y, dentro de cada una, dibujaba dos grandes círculos. Dentro del círculo de la derecha escribía la palabra "realidad"; en el de la izquierda, "ficción". La diferencia era que en la mitad dedicada al Periodismo los círculos estaban totalmente separados y en la dedicada a la Literatura los círculos eran un diagrama de Venn. Esa diferencia visual tan clara le ayudaba como punto de partida de todas sus clases. Tanto en la Literatura como en el Periodismo se cuentan historias, sólo que las literarias pueden ser totalmente ficticias o tener puntos en común con la realidad. Él como novelista, les contó a los universitarios en la última clase, podía jugar con la realidad y con la ficción todo lo que quisiera porque no tenía ningún tipo de responsabilidad con la ciudadanía. No había llegado al acuerdo, por su profesión, de informar diciendo la verdad, con un punto de vista que dependiera de la línea editorial de un medio de comunicación o grupo mediático. Ellos, como periodistas, sí tenían esa responsabilidad. Tal vez no firmaran un papel ante notario en el que se comprometieran a informar sobre lo que de verdad sucedía, sin mentir. Tal vez no estaban declarando como testigos en un juicio después de jurar que dirían la verdad y nada más que la verdad. Pero eran periodistas y el profesor Villanueva quería que a sus conocimientos adquiridos en la Facultad se sumaran las vivencias personales de un novelista como él. 
Volvieron a llamar a la puerta, sólo que esta vez con un poco más de insistencia y fuerza. Eran las diez y dos minutos de la mañana. Llegaba tarde a su clase magistral ante esos jóvenes que tal y como le decía Villanueva cuando tomaban una copa en el Marca Sports Café los sábados por la noche, aprendían con él más de lo que aprendían con las clases teóricas habituales. Las aulas, le decía, eran como un teatro. Las gradas eran cada vez más altas a medida que se alejaban del escenario y él era como uno de esos actores del drama griego a quien la audiencia deseaba ver interpretar su papel. No era sólo una obra de teatro, era una transmisión de conocimientos, de moral, de enseñanzas vitales. Los hipócritas de la Grecia Clásica convertidos en un novelista que enseña a los futuros periodistas a no ser precisamente eso, hipócritas. "Es algo maravilloso que debe hacerles pensar, progresar como personas, formarse una visión más completa de la vida sabiendo de dónde venimos intelectualmente y hacia dónde vamos. ¿Qué legado les vamos a dejar que sea distinto a la mera recopilación de datos al margen del legado que ya nos dejaron a nosotros los griegos y los romanos? Tú puedes hacer que la universidad sea un lugar en el que los jóvenes se pregunten más acerca de este tipo de ideas y no sólo por intentar llegar a narrar un partido de fútbol porque son futbolistas frustrados y forofos que se hacen pasar por periodistas", afirmaba con los ojos brillantes de una ilusión casi vencida por los años de lucha constante contra el sistema educativo español.
Un fuerte ruido precedió a la apertura de la puerta. Una mujer y un hombre entraron en el despacho con cara de preocupación convertida en susto al verle tirado en el suelo sin moverse.
-¡Llama a una ambulancia! -le gritó la mujer al hombre mientras se tiraba al suelo junto al cuerpo para tomarle el pulso en el cuello y acercó su oído a la boca-. Respira y tiene pulso... -dijo un poco aliviada.
-¿Uno uno dos? Soy el profesor Ramiro Villanueva, envíen rápidamente una ambulancia a la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, uno de los profesores ha sufrido un síncope.
La mujer acarició el rostro del hombre que había sufrido la pérdida de conocimiento. El profesor Villanueva se quitó la americana azul que llevaba puesta, la dobló y la puso debajo de la cabeza del hombre para que hiciera de almohada.
-Vamos, despierta... -decía la mujer sujetando apoyando la cabeza del hombre sobre la americana.
-¿Cuánto tiempo llevará inconsciente? -preguntó el profesor Villanueva-. Ana, ¿cuando fué la última vez?
-Hará un par de semanas -respondió Ana haciendo un amago de coger algo del interior de su chaqueta, pero parando cuando el hombre abrió un poco los ojos-. ¿Mario, estás bien?
Mario abría poco a poco los ojos y la boca, como intentando hablar, aunque si llegar a balbucear ni siquiera.
-No digas nada, ya hemos llamado a una ambulancia -le dijo Ana pasando su mano derecha por la frente de Mario mientras con la izquierda le tocaba la mejilla.
El profesor Villanueva estaba en silencio, de pie, junto a los dos. Por la puerta entraba en ese momento un hombre con un maletín de primeros auxilios.
-¿Ha pasado otra vez? -dijo dirigiéndose hacia Mario, apartando con una mano a Villanueva.
-Sí, Felipe -dijo Villanueva-. Acabamos de llegar, hemos llamado varias veces hace unos minutos y no abría la puerta. No sabemos cuánto tiempo ha pasado desde el síncope.
Ana se levantó y se apartó de Mario, dejando que Felipe, director del servicio médico de la universidad, lo atendiera.
Mario iba recobrando la consciencia, mientras el médico le hacía unas pruebas rutinarias, como pedirle que le dijera su nombre, dónde se encontraba, a qué se dedicaba o por qué estaba allí.
-Sigue mi dedo moviendo sólo las pupilas, no muevas la cabeza -le indicaba el médico a Mario levantando el dedo índice de su mano derecha, después de haber incorporado a Mario, al que habían movido para que apoyara la espalda sobre la mesa.
Mario movía las pupilas con algo de lentitud, pero estaba consciente y se acordaba de haber estado revisando los papeles del manuscrito.
-¿Has bebido alcohol en la última semana? -le preguntó el médico subiéndole los párpados y comprobando la reacción de sus pupilas enfocándolas con una luz.
-El sábado, una copa de vino con Villanueva -respondió Mario.
-¿Sólo eso? ¿Nada de whisky, ni gin tonic ni nada de lo que solías tomar? -volvió a preguntar el doctor de la universidad mirándole con seriedad.
-Sólo eso -contestó Mario.
El doctor se volvió y miró al profesor Villanueva, que, de pie junto a Ana, a unos pasos del médico y de Mario, asintió con la cabeza en silencio.
-De acuerdo Mario, procura seguir así. Tienes que procurar mantener limpio el hígado para que oxigene bien la sangre. Bastante tienes con los síncopes como para empeorar la situación.
El doctor se levantó, dejando a Mario apoyado sobre la mesa unos minutos más. Cogió a Ana del brazo y se la llevó fuera del despacho, mientras Villanueva se sentaba al lado de Mario.
-¿Has notado algún comportamiento extraño en Mario en los últimos días? ¿Cansancio, fatiga, mareos? -le preguntó el doctor en voz baja en el pasillo, mientras algunos alumnos caminaban camino de clase, otros se dirigían a la cafetería y Margarita, la delegada de la clase a la que Mario impartía las sesiones magistrales, llegaba al despacho.
-No, nada, y los alumnos tampoco me han dicho nada -respondió Ana-. Procuro hablar con él siempre que viene, dejando incluso aparcadas reuniones a las que tengo que ir como directora del departamento de comunicación, y no he notado nada extraño.
-Profesora García, ¿pasa algo? -fue la pregunta que hizo Margarita al llegar al lado de los dos.
Mientras los tres conversaban en el pasillo, el profesor Villanueva hablaba con Mario esperando a que se recuperara y pudiera ponerse de pie.
-¿No crees que deberíamos decirle que además del vino del sábado, el viernes te fuiste a La Coquette a beber whisky? -le preguntó Villanueva en voz baja.
-Tal vez otro día, pero hoy no -respondió Mario.
-De acuerdo -dijo Villanueva suspirando-. Por cierto, ¿cuándo vas a volver a verla?
Mario se giró y miró a Villanueva con una mirada risueña.
-Posiblemente mañana, en el mismo lugar.
-¿Será mañana cuando le preguntes cómo se llama o vas a alargar más el misterio?
-Tal vez sí, tal vez no. No me fue mal la primera noche sin saber cómo se llama -dijo riendo Mario.
-San Martín, tenga usted cuidado, un escritor famoso no puede andar jugando con desconocidas de madrugada -le recriminó Villanueva con una sonrisa dándole unas palmadas en una pierna.
Mario se quedó en silencio unos segundos y cuando el doctor y Ana García se disponían a entrar en el despacho después de hablar con la estudiante de quinto curso, justo antes de empezar a levantarse, afirmó susurrándole en el oído al profesor:
-Villanueva... Yo no soy famoso, soy un escritor del montón con problemas para dormir que hace un cuarto de hora que debería estar impartiendo una clase que no merece dar.

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