domingo, 12 de enero de 2014

Todos necesitamos ser felices

¿Cómo había llegado a la clase? ¿Cómo sabía que impartía conferencias en la universidad? ¿Era la primera vez que acudía a una o ya había estado en anteriores? Básicamente, esas eran las preguntas que le rondaron la cabeza desde que la vio hasta que terminó la charla y se quedaron solos en el aula. Sí, era ella. De eso no había ninguna duda. Las preguntas sin respuesta eran todas las demás, no si aquella mujer que le había pegado una bofetada a un alumno con la mano demasiado larga era la misma que la que conoció en el bar. Ella sonreía, sabía que su presencia le había descolocado y disfrutaba teniendo las riendas y conociendo las respuestas que Mario San Martín estaba buscando.
-Eres un mentiroso -le dijo ella nada más llegar a la mesa, donde Mario estaba esperándola.
-¿Cómo? -contestó él sorprendido.
-Has dicho que no les ibas a dar una clase de Periodismo y a mí me parece que sí lo has hecho.
-¿Qué sabes tú de Periodismo?
-Lo suficiente como para saber que no has dado una conferencia ni de Literatura ni de Historia -contestó sonriendo.
-Intento mostrarles cómo es el mundo, pero no les doy lecciones de Periodismo. Para eso ya tienen a sus profesores.
-Eso es lo que tú dices.
-Claro.
Se quedaron en silencio mirándose. Cada uno a un lado de la mesa. Mario estaba apagando el ordenador.
-Seguro que te estás haciendo preguntas sobre por qué estoy aquí -comentó ella.
-Unas cuantas, sí -dijo él sonriendo-. Espero que aclares mis dudas...
Ella dio la vuelta a la mesa y se paró delante de Mario. Sin decir nada más, le besó en los labios rodeando su cuello con los brazos. Puso sus manos en la cara de Mario, con los pulgares rozando su boca, y después del largo beso apartó sus labios lentamente de los de él. Mario la había cogido de la cintura con ambas manos. Abrieron los ojos. Ella se quedó mirando sus labios y acarició con sus dedos una cicatriz que Mario tenía en la cara, debajo del ojo izquierdo. Después levantó la vista, y pasando por los ojos sorprendidos, y a la vez felices de Mario, la fijó en otra cicatriz, ésta sobre la ceja izquierda. Con dos dedos la acarició.
-¿Cómo te las hiciste? -preguntó ella.
-Eso no me lo preguntaste la otra noche.
-La otra noche sólo quería sexo -dijo sonriendo-. Ahora quiero saber cómo te hiciste estas heridas -su voz era sensual, cálida. Le besó de nuevo, esta vez primero en la cicatriz de debajo del ojo. Después iba a hacer lo mismo con la otra, pero Mario dio un paso atrás y se alejó un poco de aquella mujer aparecida como por arte de magia con un propósito que no sabía y que quería conocer. ¿Por qué él?
-Antes de que me beses en mis heridas de guerra, tenemos que hablar.
-Tenemos mucho tiempo para hablar.
-¿Quién eres?
-Una mujer a la que le resultas muy atractivo...
Mario no puedo evitar una carcajada.
-¿Qué, no te lo crees? -dijo ella sonriendo fingiendo indignación. Con su mano acariciaba la cicatriz de la ceja de Mario.
-Las cicatrices no se curan con caricias -dijo él-. Por favor, déjalas y contesta a mi pregunta.
-Tienes razón, ni las caricias ni el tiempo curan las cicatrices o las heridas, pero los besos sí.
La mujer lo besó de nuevo en los labios y pasó sus manos por su pelo, despeinándole.
-¿Quién eres? -volvió a preguntar Mario al terminar el beso y mirándola con cada vez más sorpresa.
Llamaron a la puerta de clase, aunque estaba abierta. Era Felipe Sahagún.
-Tú clase no es en este aula, es arriba -le dijo Mario al verle.
-Gracias -dijo Sahagún dando media vuelta y perdiéndose de vista.
Mario y la mujer se volvieron a quedar solos. Él miró el reloj de pulsera que se ponía sólo para las conferencias. Faltaban pocos minutos para las doce en punto.
-No podemos quedarnos aquí más tiempo, supongo que habrá alguna clase -dijo Mario.
-¿Dónde vamos? -preguntó ella dando unos pasos hacia atrás y dejándole coger la botella de agua y ponerse la chaqueta que tenía puesta en el respaldo de la silla.
-Vamos a sentarnos en un banco fuera de la facultad -propuso él.
Salieron de clase hablando y por el camino se encontraron con algunos de los estudiantes, que en lugar de ir a la clase de Relaciones Internacionales iban a la cafetería, donde en alguna ocasión Mario había jugado a las cartas con ellos y como perdía, Villanueva le obligaba a pagarles lo que habían tomado.
-¿Ves a esa chica pelirroja? -le preguntó la mujer a Mario.
Éste miró.
-Sí, ¿por qué?
-Está enamorada de ti -dijo ella con cara pícara y cogiéndole del brazo.
Mario la miró con cara de suspicacia por partida doble. ¿Cómo que la alumna estaba enamorada de él? ¿Y por qué le cogía del brazo? Los alumnos les vieron y comenzaron a murmurar. Mario tosió y carraspeó, lo hacía cuando se sentía incómodo y esa era una situación que lo incomodaba bastante. No le gustaba que hablaran a sus espaldas con él presente. Prefería no saber que hablaban de él. No le importaba que lo hicieran, pero él no quería tener pleno conocimiento de que así era. Eso es mucho mejor que saber que hablan de ti mientras las miradas de los cotillas se clavan en tus ojos. Caminaron por el pasillo sorteando a los alumnos, profesores y personal de la facultad con los que se cruzaban y salieron del edificio. Ella, que llevaba puesto un vestido negro sin mangas y que le llegaba hasta la altura de las rodillas, dejando desnudas las piernas que Mario había acariciado y besado aquella noche de sexo gratificante, le dio su bolso un momento a Mario y se puso el abrigo que sujetaba con el brazo izquierdo mientras con el derecho parecía que llevaba a Mario sujeto por donde ella quería. Hacía algo de frío esa mañana. Unas nubes tapaban el sol y algunos pájaros piaban. De no ser por el ruido de los coches que pasaban por la avenida, se escucharía su canto. Mario le devolvió el bolso y subieron las escaleras que separan la avenida de la entrada de la facultad, giraron a la derecha y se sentaron en un banco que encontraron vacío. Decenas de estudiantes caminaban avenida arriba y avenida abajo. Futuros médicos, abogados, periodistas, químicos, filólogos... El presidente del Gobierno elegido dentro de veinticinco años podía ser ese chaval con chupa de cuero que pasaba por ahí escuchando heavy-metal con sus cascos enchufados al iPod y que tenía la gentileza de tener el volumen lo suficientemente alto como para que cualquiera que pasara a su lado escuchase la música. 
-Hacía mucho tiempo que no venía por aquí -dijo ella.
-¿Qué estudiaste?
-Periodismo -respondió sonriendo.
-¿Ejerces?
-No, nunca estuve en un medio. Me licencié pero mi madre murió, mi hermana estaba trabajando fuera de España y yo tenía que cuidar a mi padre enfermo. Y eso quita mucho tiempo. Tuve que elegir entre trabajar o atenderlo -su mirada se perdió momentáneamente, pero en seguida volvió a sonreír.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Mario.
-Lorena -respondió ella-. Lorena Manrique.
-Me alegra saber tu nombre por fin.
-Yo sabía el tuyo -dijo ella.
-Según algunos soy un escritor famoso, es normal que lo sepas.
-Te vi en la entrega del premio de Alfaguara. Bueno, no estuve en persona, fue por la tele o en una revista, no me acuerdo. En persona te vi la otra noche.
-¿Te gustó la novela?
-No más de lo normal.
-¿Qué quieres decir?
-Hay muchas novelas que reciben premios sin merecerlo -contestó ella-. Dijiste eso. No sé si dedicado al ganador o para quitar importancia a tu libro. Y tienes razón -dijo sonriendo.
Mario se quedó mirándola.
-Tienes agallas para decirle a un finalista que su novela no mereció ese reconocimiento.
-Te he visto desnudo y hemos follado, creo que ya hay confianza, ¿no?
Los dos se rieron. Ella se acercó un poco más a Mario.
-Ha pasado cierto tiempo desde que me eligieron finalista... ¿Qué has hecho desde ese día hasta la otra noche? -preguntó Mario.
-Te he seguido para ver si eras un tipo normal o un capullo al que se le suben los premios a la cabeza.
-¿Y qué has descubierto?
-Que no eres ni lo uno ni lo otro. Creo que eres un hombre que necesita ser feliz... -calló un momento mientras intentaba leer lo que expresaban los ojos de Mario-... ¿me equivoco?
-No. Todos necesitamos ser felices. A los políticos les viene bien, así se ahorran explicar tasas de suicidio demasiado altas. Ciudadanos felices, tasas de suicidios bajas, menos problemas para los políticos.
-No me gusta que los hombres os salgáis por la tangente haciendo una gracia para responder a una pregunta seria.
-A lo mejor no es el momento de preguntas serias entre tú y yo.
Lorena iba a hablar, pero calló un momento.
-Conociéndote diría que las tasas altas de suicidios como consecuencia de la tristeza o depresión excesiva de los españoles no serían un problema para los políticos. 
-¿Qué dirías?
-Que hordas de ciudadanos furiosos dirigiéndose a los ministerios o al Congreso sí que serían un problema para los políticos -contestó Lorena.
-Te equivocas. Los ciudadanos no tienen nada que hacer si van furiosos al Congreso.
-¿Por qué? ¿No crees que se acojonarían?
-Es posible... -el móvil de Mario sonó, le enviaban un mensaje. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó el móvil y leyó el mensaje: "El sábado me cuentas quién es la mujer-lapa". Lo enviaba Villanueva. Mario sonrió y miró a su alrededor en busca de Villanueva, pero no le vio. Llevaban unos minutos hablando, seguramente esperó a estar lejos de su vista antes de escribirle. Recuperó el hilo de lo que iba a decir y continuó-... Es posible, te decía, que se acojonaran si miles de personas enfurecidas se dirigieran al Congreso. Pero no tendrían armas, así que no harían nada frente a la Policía o al Ejército, que estarían protegiendo a sus señorías. Y no me digas que eres tan ingenua como para creer que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado están para proteger a la ciudadanía, porque no es así. Están para proteger al poder. ¿Ves policías, guardias civiles o militares en las puertas de las asociaciones de vecinos, bibliotecas u hospitales, o los ves en el Congreso, en los ministerios y en la puerta del Banco de España? 
Lorena sonreía al oír hablar a Mario.
-¿Te gusta lo que digo? -preguntó él percatándose de ello.
-Mucho -respondió ella, mientras sonaba su móvil. Lo cogió del bolso-. Tanto que a lo mejor tuiteo lo que dices.
-No sería la primera vez que se publica algo sin importancia en Internet -dijo Mario desviando la vista y dándole intimidad a Lorena para que viera el móvil. 
Un autobús pasó en ese instante delante del banco, donde había una parada. En su interior había mayoría de estudiantes que volverían, pensaba, de las facultades más alejadas de la parada de Metro de Ciudad Universitaria. Algunos de ellos se bajaron. Hablaban de los mismos temas de los que hablan todos los universitarios, en una imagen que se repetiría continuamente en todas las facultades. O al menos eso pensaba Mario. La fiesta del próximo fin de semana, este sábado he quedado con unas amigas, no sé qué hacer con este ejercicio, déjame estos apuntes o este libro para fotocopiarlo... Ese era un tema interesante. ¿Cuántas novelas o ensayos se fotocopiarían en comparación con los libros y manuales que se fotocopiaban porque eran parte de los temarios de las universidades? Un manual de Historia Contemporánea es un serio candidato a ser fotocopiado, al menos en parte. O uno de Periodismo de los que estudiaban los alumnos a los que hablaba. ¿Pero una novela? ¿Cuántas fotocopias de El Quijote había repartidas en las estanterías o armarios de los estudiantes? ¿Y de Ana Karenina? ¿Guerra y paz? ¿Los pilares de la Tierra? ¿La Odisea? ¿Cien años de soledad? Mario creía que un porcentaje insignificante en comparación con las fotocopias de los libros que se estudiaban en las universidades españolas. ¿Había un doble rasero entre los libros leídos por gusto y los libros leídos por obligación entre los jóvenes españoles y más en concreto entre los universitarios? Francamente, pensaba que sí.
-¿En qué piensas? -preguntó Lorena golpeando con su rodilla la pierna de Mario y despertándole de sus pensamientos.
-En nada importante -contestó él.
-Mejor, porque tengo que irme ya -dijo ella levantándose del banco. Mario hizo lo propio-. Es una pena, aún quedan tantas preguntas por responder...
Mario sonrió una vez más.
-Podríamos cenar una de estas noches si te viene bien -propuso ella.
-Lo pensaré -contestó él.
-¿Tienes un boli? -preguntó Lorena.
Mario buscó uno en el interior de su chaqueta. Lo sacó y se lo dio. Lorena cogió a Mario de la mano, puso la palma mirando hacia arriba y escribió su nombre y su número de teléfono. Sin decir nada, le metió el bolígrafo de nuevo en la chaqueta y le colocó bien el cuello de la prenda.
-Llámame si tienes una noche libre para mí -dijo ella-. Si no, no tendré más remedio que buscarte en el bar o aquí en la universidad hasta que te encuentre y te lleve a rastras a un restaurante.
Lorena besó a Mario una vez más en los labios, sonrió y se marchó.

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