miércoles, 22 de enero de 2014

Cuando puta es la única palabra del vocabulario de un hombre...

La pegó una y otra vez. Porque se lo merecía. Porque era una puta. Sin más. No sabía muy bien los motivos, si cualquier persona se lo preguntara no sabría qué respuesta concreta dar. ¿La Tierra orbita alrededor del Sol? La respuesta está clara: sí. ¿Se puede vivir sin corazón? La respuesta está clara: no. En cambio, si alguien le preguntase en cualquier momento por qué la pegaba, por qué le daba una paliza tras otra, por qué se le había metido en la cabeza que esa mujer era una puta que se merecía eso y mucho más, no sabría qué responder. Lo hacía movido por sus instintos, no por argumentos. Por maldad, por pura maldad. ¿Qué le había hecho ella para que la pegara? Posiblemente nada. ¿Qué puede hacerle una persona a otra para recibir una paliza tras otra?
Ella estaba sentada en el suelo, acurrucada, protegiéndose a sí misma con un caparazón invisible, con una coraza que ni siquiera existía frente al hombre que la miraba con rabia, con odio, a dos pasos de ella. Lágrimas y sangre se mezclaban en el triste y agonizante relato de las dos noches a la semana que se habían convertido en algo monótono y habitual, pero no por ello menos peligroso y potencialmente mortal. Con los puños, con los pies, con las rodillas, con cualquier objeto que encontrara a su paso. Él le propinaba golpes una y otra vez con el único objetivo de saciar su ira. ¿De dónde procedía esa ira? Ella no le había hecho nada para merecer ese trato. Al menos nadie sabía de algún motivo que lo justificara. Si es que algún motivo puede justificar ese comportamiento.
 La cogía de los pelos y le daba una bofetada tras otra. Cuando ella caía al suelo consecuencia de los golpes, él alternaba las patadas con volver a cogerla del pelo, levantarla y pegarla otra vez. Esa era la rutina. La mecánica de las palizas la tenía interiorizada, aprendida, y era siempre igual. Cada vez el mismo calvario, el mismo sufrimiento, las mismas ganas de morirse ahí mismo al primer golpe y que él hiciera lo que quisiera con su cadáver. Pero ella no quería sufrir más. Esto no era como que unos cuervos te devoraran el hígado cada día. Era mucho peor. Era una acción irracional de un hombre que antes la amaba y que ahora la maltrataba con la peor de las sañas posibles. ¿Pero por qué?
¿Qué era lo que provocaba esos ojos inyectados en sangre, ese ritmo cardíaco acelerado por la rabia, esos puños apretados, esa posición de continuo ataque, esos músculos tensos, esa mirada de odio, ese rechinar de dientes? ¿Qué era lo que provocaba esas patadas en el estómago que le hacían sangrar por la boca? ¿Qué se le pasaba por la cabeza a esa bestia capaz de devorar a sus propios hijos? Su comportamiento no era normal. Ella intentaba buscar una explicación mientras sufría un profundo dolor en todo el cuerpo y en su alma. En todos los poros de su piel y en su psique. ¿Por qué? ¿Por qué? Un golpe. Otro más. Parecía un perro sarnoso que se lanza sobre su presa después de que su amo lo haya tenido sin comer varias semanas. Parecía salir a atacar a otro animal rodeado de seres humanos sedientos de sangre y con billetes en las manos. 
Al menos no tenían hijos. Eso por lo menos no empeoraba la situación. ¿Un hombre así sería capaz de dejar en paz a su hijo, de no matarlo de una paliza, de no golpearlo también si acudía llorando al oír gritar de terror a su madre, al tratar de ayudarla? Ella tenía claro que no, que si la pegaba a ella después de haberla amado, también pegaría al fruto de ese amor. Pero no había niños de por medio. Eso no hacía desaparecer las lágrimas que caían como bolas de demolición sobre sus mejillas ni la sangre que se le secaba sobre la piel. Ni convertía en besos los golpes, ni en abrazos las patadas, ni en susurros de amor los insultos. Pero al menos no empeoraba las cosas. En las peores situaciones tendemos a pensar que todo podría ser peor. O que ya no podemos caer más bajos. Eso nos alivia. Pensamos que existe ese efímero alivio. ¿Pero existe realmente en estas situaciones?
-¡Puta, te voy a matar! -le gritaba él, mientras ella se tapaba los ojos para no verlo.
Le temblaba todo el cuerpo y lloraba lágrimas que parecía que nunca acabarían de brotar de sus ojos. Un manantial eterno es bonito en la naturaleza, el agua cayendo con suavidad y formando un río al que se acercan a beber los animales, en el que nadan los peces y en el que se bañan los niños en verano. Pero un manantial salado en los ojos de una mujer maltratada no es bonito. Es injusto. Es deleznable. Pero es real como consecuencia de hombres como aquel que estaba un rato propinándole codazos, patadas, rodillazos... ¿A cuento de qué? Ella no le había sido infiel, no le había insultado, no le había pegado. No era una mujer ejemplar porque, ¿qué es ser ejemplar? Ella no pensaba que tuviera que ser una mujer de ese tipo, lo veía absurdo. Una mujer tenía que ser un ser humano que si amaba a un hombre tenía que demostrárselo de la misma forma en que se lo tiene que demostrar él. O ella. ¿Qué más da el sexo de los amantes, sea el mismo o el opuesto, mientras haya amor, respeto, cariño, sinceridad, risas...?
-¡No eres más que una puta sinvergüenza! -le gritaba con más fuerza que antes. Y la escupía. Con asco. Pero ese día algo cambió. Él cogió un cuchillo y se lo clavó en el pecho, matándola en el acto.


Mario se despertó sobresaltado y sudoroso. El corazón le latía fuerte, lo sentía en el pecho, en el cuello y en las sienes. Bombeaba con fuerza, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. Pero estaba recién en la cama, durmiendo. Había tenido una pesadilla. Estaba tumbado con los brazos extendidos hacia atrás. Se llevó la mano al pecho para sentir los latidos, intentando calmarse. Le entró miedo al pensar que después de tantas pulsaciones, de un ritmo tan fuerte, lo siguiente que viniera fuera un paro cardíaco. Del todo a la nada en un instante. Pero eso no ocurrió. Miró a su izquierda. Allí estaba Lorena durmiendo. Estaba sonriendo. Cuando no podía dormir, Mario se quedaba horas mirándola en la cama. ¿Cómo era posible que aquella mujer siempre estuviera sonriendo, incluso dormida? ¿Estaría soñando con él? ¿Estarían haciendo el amor? ¿Ella estaría teniendo un sueño feliz al mismo tiempo que él estaba teniendo aquella horrible pesadilla? Mario tardó unos minutos en calmarse y se levantó de la cama para irse al sofá del comedor. Le entró ese miedo irracional que nos entra cuando tenemos una pesadilla. Pensaba que ésta continuaba aunque ya estaba despierto. Pensaba que podía empezar a pegar a Lorena extasiado, fuera de sí. Como en la pesadilla. 
No podía estar sentado en el sofá y se levantó para irse a la terraza a tomar el aire, a ver las pocas estrellas que la contaminación de Madrid le dejara ver. Practicó unos ejercicios de respiración para volver al sosiego. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué había tenido esa pesadilla? ¿Por qué la noche se había tornado de perfecta a desastrosa, inquietante? Recordó las charlas con el profesor Villanueva y la seguridad que éste tenía. Pero esa pesadilla... no era la primera vez que la tenía. En el último mes se había repetido igual al menos en cuatro ocasiones. Se puso nervioso... ¿Acaso esa pesadilla significaba algo? ¿Maltrataría a Lorena? Mario se quedó desvelado reprimiendo el miedo de vivir una vida con Lorena parecida a la de ese mal sueño. Una vida llena de odio, de rabia, de violencia. Una vida en la que todo carece de sentido cuando puta es la única palabra del vocabulario de un hombre...

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