domingo, 26 de enero de 2014

Un abrazo bajo la luz de la Luna y una estrella que se apaga

Lorena estaba en la terraza viendo las estrellas y bajo sus ojos todavía tenía la huella de las lágrimas. No recordaba haber llorado tanto como ese día. Pero no todos los días tu padre te llama y te dice que tu madre ha muerto de un infarto. No era una mujer vieja, tenía sesenta y uno. Aún le podían haber quedado unos años más con una calidad de vida aceptable. No sufría ninguna enfermedad y su matrimonio era feliz. No más que el de otros, pero no más triste, monótono o aburrido. Y ahora, de repente... Todo se acabó para su madre, sin avisos previos, sin la posibilidad de reponerse. La muerte no llega preguntándote si has vivido lo suficiente y no te da una segunda oportunidad si le dices que no. No te da un poco más de tiempo para hacer ese viaje que siempre habías soñado. Te lleva sin hacer preguntas, la muy puta.
No pudo evitar llorar. ¿Cómo se puede evitar eso? Se quedó muda cuando acabó de hablar por teléfono con su padre. Sentada en una silla, mirando al vacío, sin ganas de moverse. Y lloró. Mario la encontró así a última hora de la tarde y ella se echó a sus brazos para sentir protección en uno de los momentos en los que más hundida se puede sentir una persona. Toda la vida se ve de otra manera cuando las malas noticias llegan así, de la noche a la mañana. La vida pierde su sentido y te lo replanteas todo. ¿Le he dicho "te quiero" lo suficiente? ¿Qué momentos no hemos vivido y no podremos vivir? ¿He sido una buena hija? En esos momentos, sin saber por qué, todas las respuestas son un triste no. Y te vienes abajo por partida doble. Da igual que te consuelen porque si en tu interior sientes que las respuestas son un no, no te van a convencer de lo contrario. Ni todos los abrazos ni todos los besos del mundo te van a devolver lo que acabas de perder para siempre. 
La vida no se puede sobrellevar pensando en la muerte continuamente, pero cuando llega... Si es repentina, es un shock del que tardas de reponerte. Si es lenta, la agonía te provoca pensamientos de todo tipo en un viaje frenético en una montaña rusa. El planeta es una bola gigante de la que no te puedes bajar porque no te gusta cómo es y no puedes evitar que haya una última parada. Una última parada que nos llega a todos, pero que debería tener más tacto. Ir avisando poco a poco, decirte que te queda este tiempo, pero que antes de irte vas a tener la oportunidad de hacer todo lo que has querido y nunca pudiste. Alguien debería permitirnos dejar este mundo con una sonrisa en los labios porque hemos tenido todas las buenas experiencias que queríamos. ¿Dónde está ese alguien que a las buenas personas les permite que todo salga bien y que a los hijos de puta se los lleve el diablo lo antes posible? ¿Dónde? Lorena no se lo preguntaba, no tenía en mente a ese hipotético alguien. Sólo estaba hundida porque no vería a su madre nunca más.
Una lágrima tras otra volvieron a regar sus mejillas recordando cuando era pequeña y su madre le enseñaba a leer. La sentaba en su regazo, le cogía de la mano derecha y la ayudaba a escribir guiando el lápiz sobre el papel. Así estaban horas escribiendo sus nombres, el de mamá, el de papá, el suyo, el de Canela, la perrita labradora que tuvo hasta que la pobre murió de vieja... Escribían horas y horas, y después lo leían una y otra vez. Escribían muchas frases que le hacían viajar a un mundo imaginario en el que una y otra vez su madre le repetía las palabras de Virginia Woolf y le inculcaba el hábito de la escritura y la lectura. Pasaba más tiempo con ella que con su padre. No por un apego menor hacia él, sino porque su padre trabajaba y su madre era quien estaba más tiempo en casa para cuidarla. Como tantas otras. Por eso le decía que debía ser de mayor una mujer que no tuviera que vivir sólo para cuidar de su casa y de sus hijos. No porque tuviera algo de malo en sí, sino porque la vida esconde demasiadas cosas maravillosas como para perdérselas por estar siempre con las tareas del hogar.
El entierro sería al día siguiente a la una y media del mediodía. Mario lo estaba preparando todo, una maleta con algo de ropa, para ir al pueblo lo antes posible. Su padre no quería que el entierro se celebrara más tarde, no podía aguantar mucho tiempo la situación. Se lo dijo a Lorena y ella estuvo de acuerdo. Lo arreglaron todo y con suerte el cura del pueblo podía oficiar la misa al día siguiente. No quería hacer que su padre sufriera teniendo que esperar un día entero antes de darle sepultura a Margarita, pero al menos quería estar unas últimas horas con su madre y él no tenía ninguna intención de robárselas. 
Ella no conduciría durante el trayecto, lo haría él. Mario le dijo que ella no tendría que esforzarse en nada, que todos los preparativos los hacía él. Ella debía estar lo más tranquila posible. En otra situación Lorena le habría dicho que de eso nada, pero esto era diferente. No tenía ganas de nada y Mario no tardaría mucho. Saldrían de noche, irían con cuidado y llegarían de madrugada, sin prisa. Lo peor que se puede hacer es conducir deprisa a un entierro porque el muerto no va a sufrir más porque los familiares lleguen una hora antes o una hora después, pero los vivos sufrirían el doble si hubiese una muerte más por tener un accidente de tráfico. Las manos le temblaban al recordar las de su madre sobre las suyas esas tardes en la casa. Así no podía conducir. Menos mal que estaba Mario con ella. Menos mal que ella la quería, la amaba y haría todo por ella. ¿Qué hubiese hecho de haber estado sola en Madrid? Una amiga no es lo mismo, es otro tipo de apoyo. Pero Mario estaría con ella en los momentos, en las horas más difíciles de su vida. Y quería que estuviera en las siguientes cuando éstas llegaran.
Mario llegó a la terraza en silencio, sin hacer ruido, para no darle un susto a Lorena. Se acercó y se puso a su lado. La miró de lado y le habló muy bajito. Ella se giró y cerró los ojos. Lloraba. Se abrazaron mientras unas nubes hacían que la Luna saliera de su escondite. No quería hablar, no quería que le dijeran ninguna de las frases comunes en esos momentos de dolor y de pérdida. Sólo quería que el hombre al que amaba estuviera con ella unos minutos antes de partir, antes de enfrentarse a la dura realidad de la muerte de su madre. No quería ni besos ni caricias. Ni palabras. Ni siquiera una mirada de comprensión. Sólo quería sentir el dulce y tierno abrazo de Mario. Sólo quería un abrazo bajo la luz de esa Luna que todo lo observa desde lo alto. Y en el momento del abrazo, Lorena miró hacia el horizonte, hacia esa mínima porción del universo infinito que alcanzamos a ver con la vista. Y por algún motivo, no sabe si fruto de su imaginación, entre lágrimas, vio cómo una de las estrellas que hacía unos minutos estaba junto a millones y millones de otras hermanas suyas, de repente, se apagó.

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