martes, 28 de enero de 2014

Dolor, lágrimas, resignación y the Midnight Special

El sepulturero cerró el nicho y todo acabó. Lorena lloró sobre el hombro de su padre, que se mantuvo serio y sin decir ni una palabra desde que salieron de la iglesia camino del cementerio. Uno a uno, todos los familiares, amigos y conocidos del pueblo les fueron abrazando y dando besos, diciéndoles que ya había pasado todo y que ahora tenían que mirar hacia delante. Ella ya no sufriría más, se fue de repente y esas cosas hay que asumirlas. Las palabras no alivian en esos momentos en los que una piedra se interpondrá para siempre entre tú y tu madre. Pero es lo que hay. ¿Cómo luchar frente a la muerte y frente al dolor que la misma provoca en los que despiden a quien se va para no retornar jamás? Todos se marcharon del cementerio en los siguientes minutos a la dura despedida final, en un proceso de varias fases en las que el fin está cada vez más cerca y cada segundo es eterno. Todos salvo Lorena, su padre Sebastián y Mario, que la observaba desde un segundo plano.
Padre e hija se quedaron juntos. Ella apoyaba su cabeza en el hombro izquierdo de él, que la abrazaba, la acariciaba el pelo e intentaba secar sus lágrimas. Sebastián había llorado al ver a su mujer en el suelo muerta al llegar a casa de hacer la compra. Los vecinos le oyeron gritar y se acercaron corriendo para ver qué pasaba. Pero no había derramado una lágrima desde que salieron del velatorio siguiendo al coche fúnebre. Había sentido dolor, había derramado lágrimas y ahora estaba en el momento de la resignación, en el que tiene que ser fuerte porque la vida es así, un mero trámite antes de irnos al viaje más largo. Ese viaje que no conoceremos nunca cómo es, pero que es el más largo de todos. Sebastián no quería derrumbarse para que su hija no lo hiciera detrás de él. Ella sí había llorado, mucho. Excepto en el viaje desde Madrid la madrugada anterior. Durante las casi dos horas de trayecto no había llorado, se había quedado muda, mirando al frente o cabizbaja, con las manos temblorosas sin saber cómo iba a reaccionar al ver el cadáver de su madre. Mario la cogía de las manos con su mano derecha para aliviarla aunque fuera con un gesto tan simple mientras conducía. Ella la miraba con complicidad, pero no pronunciaba ninguna palabra. Él tampoco le habló, si Lorena quería hablar tenía que ser ella quien diera el primer paso. Mientras no quisiera hablar y prefiriera estar sumida en sus pensamientos, él pensó que lo mejor era no forzarla y ver cómo pasaba las horas. Cuando llegaron al velatorio se derrumbó en los brazos de su padre, no pudo evitarlo.
Ahora, horas después de llegar, ya la habían enterrado como era su deseo. Sus padres eran creyentes, aunque no muy practicantes. Los dos querían ser enterrados en el cementerio del pueblo después de una misa. Lorena era atea, pero si sus padres querían eso, no se lo negaría. ¿Cómo negarle a una persona la forma que ha elegido para que la despidan cuando muera? No se va a enterar de lo que harán sus allegados cuando muera, es cierto, ¿pero cómo ser capaz de desatender sus deseos? No, eso es algo que no se puede hacer, aunque no pienses como el difunto. Ya no es por cuestiones sagradas, es por respeto personal. Su padre quiso despedirla como ella quería, con un proceso sencillo y poco más. Lo justo y necesario para no alargar el sufrimiento. Eso era lo que querían los dos. Pero cualquiera de ellos habría deseado que el momento no llegara de esa forma tan inesperada. ¿Por qué fue así? No se sabe, esas cosas pasan, los humanos no somos eternos inmortales sino todo lo contrario. Por eso, por mucho que estemos concienciados de que tarde o temprano todos tendremos que sufrir por los demás y no estar vivos cuando sufran por nosotros, sino ahí al lado, a unos pocos pasos, pero muertos, al llegar el momento toda la preparación del mundo no vale para nada. 
-Vámonos hija, ya no hacemos nada más aquí -le dijo su padre a Lorena dándole unos besos en la mejilla, abrazándola y llevándosela de delante del nicho, junto al que había otro reservado para él.
Mario se puso a su lado para ayudarles. Lorena se acercó a él y pasó de los brazos del padre a los del novio. Se quedaron quietos y abrazados casi un minuto, ella sollozando, con la respiración entrecortada, y él simplemente abrazándola. Le dio un par de besos en la frente y la guió hacia el exterior del cementerio, andando abrazados y despacio, en esos pasos que te alejarán de ella. Podrás volver muchas veces a dejarle un ramo de flores nuevo cada varios meses o cada año. Pero ningunos pasos del nicho a la salida del cementerio serán tan tristes como esos. Lorena no quiso mirar atrás, no podía hacerlo. Su padre, un hombre bajo, sencillo y con el pelo completamente blanco, canoso, iba delante de los dos, a unos pasos. Lorena dejó a Mario y anduvo hasta llegar a su padre. Le cogió del brazo con suavidad y le dio un beso en la mejilla. Ella le miró y sonrió un poco. Era el primer esbozo de sonrisa que se le veía desde el día anterior. Acarició con su mano temblorosa el rostro de aquella hija tan guapa que tenía, que siempre había sido lo que más había querido en el mundo, más incluso que a Margarita, pasó el brazo por su cintura, la acercó a su cuerpo y salieron del cementerio, con Mario detrás de ellos.


Mario regresó de la cocina con un vaso de agua para Lorena y Sebastián. Estaban hablando de cómo estaba la casa, de si él necesitaba algo de dinero extra o si quería que se quedase con él una temporada. Su padre insistía en que no era necesario que hiciera nada de eso, que él podía estar solo, no le quedaba otra que aprender a vivir en soledad.
-No tienes que vivir solo porque mamá no esté -le decía ella-. Yo puedo quedarme aquí contigo y ayudarte con el papeleo que haga falta, ¿verdad Mario?
-Claro que sí. No debe usted recluirse en esta casa solo. Lorena puede quedarse el tiempo que quiera.
-Hay que arreglar algunas cosas, pero no corren prisa y puedo hacerlo solo -contestaba Sebastián-. Os lo agradezco, pero tenéis vuestra vida en Madrid y no quiero que la interrumpáis.
-Tenemos nuestra vida pero tú eres mi padre y no voy a dejarte solo. Madrid puede esperar, como si no vuelvo nunca. No me va a echar de menos, no me necesita y no le debo nada. Tú eres mi padre... -le dijo cogiéndole de las manos-. Me voy a quedar contigo unas semanas para arreglarlo todo, no quiero irme nada más enterrar a mamá, no voy a hacerlo.
Sebastián besó las manos de su hija y se levantó.
-Voy a la habitación a por una cosa, ahora vuelvo -les dijo.
Mario y Lorena se quedaron solos en el salón de la casa y como en todas, había fotos del matrimonio el día de su boda, con su hija, fotos de la comunión... Mario las miraba, miraba aquellos pedazos de una vida que no volvería a repetirse. La madre de Lorena sonreía en todas las fotografías. Su padre estaba más serio, sonreía en algunas, en otras no. La alegría se la había dado su madre, el gen de la sonrisa, si existía, lo había heredado de ella. No conocía mucho a sus padres, sólo les había visto una vez en una visita que les hizo el matrimonio a Madrid hacía un par de semanas. Esa fue la última vez que Lorena la vio. Y estaba bien, Margarita no tenía ningún problema, era la misma de siempre, no estaba mal, no estaba cansada... ¿Entonces por qué el corazón se le paró de repente el día anterior, qué motivo había si era una mujer sana? Mario se preguntaba en qué pensaba Lorena. Suponía que en todo eso, en la última vez que vio a su madre, la abrazó y le dio un beso despidiéndola en la estación de autobuses. Ese fue el último beso, no se atrevió a besarla en el velatorio y su padre tampoco la dejó. Al llegar Lorena lo que hicieron fue pedir a toda las personas que se habían acercado que se marcharan un rato y dejaran solos a padre e hija. Pidieron que se abriera el ataúd y se quedaron mirándola a través del cristal. Lorena lloró y a su padre las lágrimas le pedían a gritos que las dejara salir. Pero él no las dejó. Las reprimió.
-¿Te has dado cuenta de que papá no ha llorado? -le preguntó Lorena a Mario, que desvió la mirada de las fotografías repartidas por las paredes del salón.
-Sí -contestó él-. Ha llorado al encontrarla, me lo ha dicho. Y tendrá que llorar más, le cuesta más que a ti, eso es todo.
-Estoy preocupada por él.
-¿Por qué?
-Sabe desenvolverse solo más o menos, en eso no tendrá problemas. Puede cocinar, limpiar la casa... Pero no sé si anímicamente va a aguantar. No sé si se vendrá abajo mientras yo esté con él aquí una temporada, que tenemos que hablar cuánto tiempo va a ser, o si después de que me vaya y tendré que volver deprisa y corriendo... No le he visto llorar, no sé cuánto ha llorado, ¿y si se ha reprimido demasiado? Eso tiene que salir tarde o temprano y nunca sale de buena manera.
-Tú no pienses en que se vendrá abajo cuando regreses a Madrid. Y tampoco le fuerces mientras estés aquí. Arreglad las cosas, hablad, recordadla, porque tenéis que hacerlo, tenéis que hablar de ella, de los buenos momentos que habéis vivido. Salid a pasear, haced algo juntos que nunca habéis hecho... Intenta que los primeros días sean lo mejores posibles, Lorena. Y quédate el tiempo que haga falta, dos semanas, un mes... lo que sea. Cada persona vive el luto de una forma distinta, no existe un manual para eso, como ocurre en las cosas más importantes y más difíciles.
-Lo sé... 
El padre regresó con una caja blanca, no muy grande.
-La teníamos guardada en un armario de nuestro cuarto por si llegaba el día en que nos dieses una alegría -dijo poniéndola encima de la mesa. La abrió y sacó un vestidito pequeño, rosa, unos calcetines rosas y unos zapatitos blancos-. ¿Te acuerdas de cuando te lo poníamos porque te empeñabas en salir a la calle con él como si fueras una princesa?
Lorena se quedó boquiabierta. Claro que se acordaba del vestidito, de los calcetines y de aquellos zapatos.
-Papá -dijo, y unas lágrimas surcaron su rostro-. ¿Pensé que lo habías tirado o regalado?
-¿Cómo íbamos a deshacernos de tantos recuerdos de cuando eras una cría, cariño? -dijo ya sentado-. No, imposible. Siempre lo hemos guardado, y ahora que has conocido a un hombre que según nos decías, es maravilloso, he pensado que es un buen momento para dártelo.
-Papá... -Lorena abrazó a su padre y le dio cinco o seis besos en las mejillas, acariciando su rostro cansado por el dolor y el sueño-. No quiero llorar de nuevo, por favor.
Su padre la besó en la frente. Mario les miraba con una media sonrisa, intentando imaginarse a Lorena cuando era pequeña, cuando era una niña que quería ser una princesa. Un sueño que se desvanecería después, en algún momento de su infancia o de su adolescencia.
-Llévatelo a casa y cuando os decidáis ya tendréis algo que ponerle a vuestra hija si algún día la tenéis.
-Todavía no hemos pensado en tener hijos, papá.
-Cuando lo penséis. Sé que las jóvenes de hoy en día pensáis menos en tener hijos que antes, pero sé que a ti te haría muy feliz tener un niño o una niña. Y no quiero pensar que algún día me iré sin haber tenido al menos un nieto. Tu madre también quería ser abuela, ¿sabes?
-Lo sé, papá.
-Sólo prométeme que os lo pensaréis.
-Te lo prometo.
Lorena abrazó una vez más a su padre. Nunca habían hablado así sobre su maternidad. ¿La pérdida de su mujer le había mostrado que a su edad lo único que podía tener era un nieto y que la compañía del pequeño llenaría el vacío de Margarita? ¿Por eso le había dado la ropita que ella se ponía cuando era pequeña y había sacado el tema? Lorena miró a Mario a los ojos mientras abrazaba a su padre y eso era lo que le estaba preguntando. 


-¿Cómo de feliz te hace mi hija, Mario? -le preguntó Sebastián mientras Lorena estaba cociendo agua para cocinar una sopa de sobre. No tenían mucha hambre, pero no podían tener el estómago vacío. No habían comido apenas al mediodía, la noche había llegado, algunos vecinos y familiares se habían pasado por la casa durante la tarde y ahora estaban los tres solos.
-Mucho -contestó-. No sé por qué se fijó en mí, la verdad.
-Siempre fue impulsiva, le gustó vivir a su manera y no dar explicaciones de lo que hacía.
-Lo sigue haciendo.
-¿Has vuelto a tener esos mareos que te dan?
-Hace unas cuantas noches, después de un mal sueño.
-¿Qué sueño?
-No lo recuerdo bien -contestó Mario viendo cómo Lorena llegaba al salón. Entre los dos hombres habían puesto la mesa, pero Lorena dijo que cocinaba ella, así se repartían las tareas.
-Sí que se acuerda, pero es un terco y no me lo quiere contar -dijo ella-. No te sentaría mal decirlo. Has tenido varios en las últimas semanas y estoy preocupada. ¿Qué demonios sueñas que te provoca síncopes?
Mario la miró a los ojos y no dijo nada.
-Déjalo, no se acordará. Y si es un mal sueño no le obligues a recordarlo hija.
Lorena volvió a la cocina y trajo una olla con la sopa. Se sirvieron la cena, echaron agua en los vasos y cenaron.
-Mañana por la tarde Mario se vuelve a Madrid y yo me quedo aquí contigo, papá.
-¿Sí? -preguntó el padre.
-Claro que sí, no pensarás que me voy a ir sin más, ¿no?
-No lo pensaba, pero no es necesario que te quedes.
-Me quedo y punto. Come -le dijo a su padre partiendo un trozo de pan.
-¿Y cuánto tiempo te quedas? -preguntó de nuevo Sebastián.
-Aún no lo he decidido, pero el tiempo que haga falta.
-¿Y tus amigos?
-Ya les llamaré para decirles que me quedo aquí. Ni siquiera saben que he venido.
Los tres callaron unos instantes para comer un poco de sopa. Sebastián fue el primero que retomó la conversación.
-¿Qué tienes que hacer en Madrid, Mario?
-Pasado mañana debo asistir a una reunión en la universidad -respondió él-. El curso ha acabado y supongo que estarán preparando cosas para el que viene. Está habiendo mucho jaleo con las manifestaciones, la universidad tiene mucho movimiento últimamente.
-Sí, la juventud está revolucionada -dijo Sebastián-. Eso es bueno, que se note que tienen sangre en las venas y que se muevan... Si no iremos a peor, cada vez más. Los viejos ya no podemos hacer nada, pero la juventud es fuerte y es la que puede conseguir cosas. Siempre ha sido así.
-Le he dicho a Mario que escriba sobre el tema -intervino Lorena-. O nos movemos o no cambiamos nada, eso es lo que dice él.
-La vida pasa más deprisa de lo que parece -empezó diciendo Sebastián-, haced todo lo que queráis cuando aún estéis a tiempo -su tono de voz era cada vez más bajo y apesadumbrado.
Lorena le cogió la mano y la acarició con el dedo pulgar.
-¿Ves como necesitas que yo esté aquí? -le dijo ella.
Sebastián se levantó y buscó en un armario.
-¿Qué buscas? -preguntó ella.
-A tu madre y a mí nos gustaba poner la radio mientras cenábamos. Buscábamos hasta que encontrábamos algo que nos gustaba -contestó sentándose en la mesa con un pequeño transistor-. ¿Recuerdas las tardes que pasábamos escuchando la radio?
-Sí, me acuerdo muy bien -respondió Lorena-. A veces escuchabas una canción y me la cantabas. Me sentaba en las piernas de mamá y ella me cogía de las manos para aplaudirte -y dirigiéndose a Mario-. Papá cantaba cuando era joven, ¿sabes?
-¿Ah, sí? -preguntó Mario, que se enteraba de eso por primera vez.
-No era nada, sólo un grupo de amigos que nos juntábamos cuando éramos jóvenes y cantábamos para enamorar a las chicas que venían a las fiestas en verano -dijo Sebastián.
-Así se enamoraron mis padres -dijo sonriendo Lorena.
Sebastián encendió la radio con cara pensativa. Obviamente, pensaba en su esposa recién fallecida. Así se enamoraron. Él cantaba y ella se ponía en primera fila para verlo. No era el más guapo del grupo. Y ni siquiera sabía si cantaban bien, pero como no había nadie más para cantar y como de lo contrario se ponían sin más los discos de música, se animaban. No tenían un repertorio demasiado variado. Algunas canciones de los Beatles, de la Credence, los Brincos, Fórmula V... Sebastián movía la rueda del dial. Lorena y Mario le miraban en silencio. Giró y giró a rueda hasta que la paró en una emisora en la que hablaba un locutor, que introducía a un grupo de música. El rostro de Sebastián cambió de expresión mientras una guitarra sonaba al principio y una voz potente comenzaba a cantar. Una lágrima comenzó a caer por su mejilla. Y la siguió otra. Y después otra más, hasta que empezó a llorar y dejó caer el transistor encima de la mesa. Lorena se levantó para abrazarlo y Mario hizo lo propio, quedándose a su lado.
-Papá -dijo preocupada-. ¿Qué te pasa, que canción es?
Su padre no contestaba, sólo podía llorar.
Ain't no food upon the table...
Sebastián se tapaba el rostro con las manos y su pecho subía y bajaba mientras lloraba.
... and no pork up the pain...
Lorena no quiso decir nada más. No sabía por qué aquella canción hizo llorar de repente a su padre. Así que simplemente lo abrazaba apretando su cabeza sobre su vientre, dándole besos en el pelo y consolándolo.
... But you better not complain boy, you get in trouble with the man...

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