martes, 14 de enero de 2014

La Bakin' Blues Band en directo y una declaración de amor...

Un matrimonio bajaba las escaleras. No llevarían muchos años casados, pensó al verles, ya que en sus ojos aún se veía la ilusión de que el amor les duraría toda la vida y hasta que la muerte les separase. ¿Qué pasaría si pasados unos años, él la engañase a ella y la joven se enterase? ¿Qué pensaría acerca de los años pasados junto a aquel hombre que, estaba segura, nunca la engañaría, era el hombre de su vida y como marido y mujer sólo podían esperar más felicidad que la que habían tenido durante su época de novios? ¿Y qué pensaría él si descubriera un día cualquiera que ella le había sido infiel con otro hombre? ¿A qué fuego vengativo echaría para que ardieran los recuerdos funestos de una vida feliz que resultó no ser lo que parecía? Probablemente ante los ojos de Dios serían marido y mujer hasta que el Altísimo decidiera llevarse a uno de los dos, o a ambos al mismo tiempo. ¿Lo serían también ante los suyos propios de descubrir una infidelidad?
Obviamente estos pensamientos que merodeaban por la mente de Mario San Martín esa noche podían no verse materializados. Nada hacía pensar de buenas a primeras que aquella pareja joven y feliz que entraba en el local fuera a separarse por una infidelidad unilateral o compartida. Los matrimonios se supone que deben compartir cosas, pero infidelidades no. Con los abrigos puestos porque las perchas estaban llenas, pidieron un par de cervezas. Mario les miraba de reojo mientras bebía su habitual copa de whisky. Aquella noche sí la pagaría. Desprenderse de esos malditos papeles pintados en contraprestación a una copa de alcohol no le mataría. El alcohol sí podría matarlo, pero pagar la copa, no. Bebió un par de sorbos y más ideas ensordecidas por los bafles rondaron por su cabeza. Sacó un cigarrillo del paquete que tenía sobre la barra y buscó un mechero. No lo encontró. ¿No lo había metido en la cazadora cuando salió por la tarde de casa? Él pensaba que sí, pero al parecer su mente le había jugado una mala pasada. Si ya no te puedes fiar ni de tus sentidos ni de ti mismo, ¿de quién coño puedes fiarte en esta vida? Probó con el barman.
-¿Tienes fuego? -le preguntó haciéndole un gesto señalando su cigarrillo, muerto y esperando una llamarada de vida entre sus labios.
El barman asintió con la cabeza. Metió su mano en un bolsillo del pantalón, sacó un mechero blanco y encendió el cigarrillo de Mario. Éste se lo agradeció con un gesto y dio la primera calada de la noche. Los dos jóvenes enamorados, que rondarían su edad, pagaron su bebida e intentaron entrar en la sala interior. Lo hicieron con problemas pero sin perder la sonrisa de quien va a disfrutar de música en directo con la persona a la que ama. Mario, sentado en un taburete, intentaba concentrarse en sus pensamientos abstrayéndose del ruido del local. Todavía tenía unos minutos antes de que empezase la música. Miró un cartel que había colocado en la pared enfrente de él y sonrió. Era una prohibición que superaba el nivel básico. Era como si en lugar de prohibir jugar a la pelota en un parque, se especificara que estaba prohibido jugar con una pelota de fútbol. Mario dio un trago más a la bebida. La copa ya estaba más vacía que llena. La medianoche se acercaba, esa hora a la que lo mismo se le escribe un poema que una leyenda. Si las ánimas andaban sueltas esa noche por Madrid tendrían más posibilidades de encontrarse con un vagabundo que con un poeta, con un viejo pagando a una prostituta en la calle de la Montera que con un bohemio pensando en metáforas y en recitar unos versos para conseguir el guiño de una estrella, con un joven bebiendo kalimotxo que con un soñador de musas con ojos de gata y risa de ángel que te abrazan con dulzura, te miran con lujuria y te hacen el amor como si no hubiera un segundo después del gozo de dos cuerpos desnudos entregados al frenesí del sexo libre, sin ataduras, sexo en definitiva. Sin dudas ni rencores. Sin preguntar nombres ni credos. Sin que importe que una divinidad o un reprimido con sotana vaya a poner el grito en el cielo. Dos personas entregándose al placer voluntario, sensual, animal, en una vida que tarde o temprano dejarán para siempre sin tiempo para suplicarle al demonio que les salve el pellejo a cambio de entregarle su alma por unos segundos más de placeres inconfesables. 
La sala se fue llenando de más gente que la que salía de su interior. Las guitarras se afinaban. Los instrumentos se ponían a punto. El animador daba paso al grupo estrella de la noche.
-Muy buenas noches amigos -comenzó la presentación mirando al público, con la banda detrás de él-. Gracias por haber venido esta noche a disfrutar del mejor blues en directo de todo Madrid. Les recibimos con un fuerte aplauso, seguro que nos van a hacer disfrutar con sus temas -se gira hacia los miembros del grupo-. Gracias por acudir a nuestra llamada otra vez, esta es vuestra casa -dirigiéndose de nuevo al público-. Con vosotros, la Bakin' Blues Band.
Las decenas de personas que llenaban la sala aplaudieron a los músicos, que les saludaron devolviéndoles la bienvenida. Mario estaba de espaldas a esta escena, manteniendo una conversación a tragos con el whisky. Un par de personas salían del local y una mujer con un vestido azul, corto, sin mangas y estilo corsé entraba. Llevaba zapatos de tacón y medias transparentes que llegaban hasta la mitad del muslo. Sujeto al brazo derecho llevaba un pequeño bolso negro con adornos dorados. En el izquierdo, un abrigo negro. Bajaba con delicadeza, pero con porte. Con suavidad, pero con firmeza. Sabiendo que más de uno y de una la miraría y disfrutando de que eso sucediera. Se acercó a la barra y pidió un gin tonic con una rodaja de limón y dos cubitos de hielo. Miró la hora en su reloj, que parecía bailar con su muñeca, moviéndose con dulzura al son de la muñeca que abrigaba. Sus ojos eran negros y profundos, abiertos y vivos, con un ligero brillo que Mario no sabía si era propio o provocado por el reflejo de las luces del bar. Su nariz era fina, pómulos marcados, ligeramente carnosos, mejillas sonrosadas y labios finos. Era posible que no llevara mucho maquillaje. O directamente nada, era así al natural. A lo mejor se había pellizcado las mejillas. Su cuello era suave y desprendía un suave aroma a fresa. Era una mujer muy atractiva. Como tantas de las que había. ¿Es que un hombre es capaz de distinguir a primera vista a una mujer que sea especial, diferente a las demás, y que sólo por ser atractiva sea más indicada todavía para acercarse a ella? La mujer se sentó junto a Mario, que dio un trago más al whisky hasta que se lo terminó. Le pidió otro al camarero y esperó a que se lo sirviera. La banda seguía tocando, estaba terminando la primera de las canciones. La mujer se giró e intentó ver el ambiente de la sala, hizo un gesto que parecía indicar que ya lo haría mejor más tarde y se acomodó bien en su asiento. Le sirvieron el gin tonic y ella cogió la copa y bebió un sorbo. Sus labios se humedecieron, los llevaba pintados con una gama de rojo que a Mario le pareció potente, no sabía muy bien cómo calificarlo. Llamativo, poderoso, apasionado... La mujer cogió una servilleta y se secó los labios, doblándola a continuación y poniéndola junto a la copa. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba una de sus manos sobre la rodilla derecha, aprovechando para tener en constante contacto el bolso sobre su regazo, encima del abrigo, a salvo de manos amantes de lo ajeno. Con el dedo índice de la otra rozaba el borde la copa, como si quisiera que emitiera una nota musical. Miró a Mario. Él la miró también. Ella sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Acogedora, como la de una mujer con la que se podía hablar aunque no se la conociera. De las que incluso podían reírse con una broma a los pocos minutos de comenzar una conversación. No tanto porque la broma fuese especialmente graciosa, sino por cuestión de confianza. Hay personas que en seguida cogen confianza con los demás y lo demuestran con una sonrisa, dirigiéndote la palabra como si te conocieran desde hace años o tocándote la rodilla con la mano, o dándote una palmadita de desaprobación en el hombro. Algunas personas incluso eran capaces de darte consejos vitales sin apenas conocerte porque cogían confianza a gran velocidad. A Mario no es que le disgustaran ese tipo de personas, pero no le gustaba que un desconocido le aconsejara nada más conocerle siendo eso, un desconocido que no sabe ni quién eres, ni qué piensas, ni qué has vivido o no vivido. En definitiva, que no tiene ni puta idea de con quién está hablando. La mujer sacó de su bolso un frasco de perfume, Sexy Sparkle. Se echó unas gotas sobre la muñeca y lo olió cerrando los ojos. Los abrió de nuevo. Metió el frasco en el bolso, ojeó el móvil, que lo llevaba también guardado, cerró el bolso y miró a Mario otra vez, sonriendo.


Unas gotas de lluvia cayeron sobre sus rostros, bajaron por sus mejillas y murieron aplastadas por sus besos. Ella sonrió. Otra vez. Una nueva sonrisa. Mario había perdido la cuenta de cuántas sonrisas le había regalado. No hacía falta robárselas, ellas las daba por doquier. Los besos y las sonrisas son infinitas, interminables, y cada uno de ellos, cada una de ellas, son un regalo que debemos hacernos más a menudo para que el guardián de la puerta de ahí arriba pierda la cuenta y nos mande al Infierno cuanto antes. No seas tan egoísta y no te los guardes sólo para ti, le dijo la mujer bajo la luz de la luna cuando empezaba a llover de nuevo con fuerza junto al Congreso. Eran las dos menos cuarto de la madrugada. Mario y la mujer habían dejado el local antes de que terminara el concierto. Un coche bajó la Carrera de San Jerónimo dirección a Neptuno. Llevaba las ventanas delanteras bajadas y sonaba una canción. Mario la reconoció y miró a la mujer.
-¿No crees que de tener una canción, debería ser esta mejor que la otra? -le preguntó.
-Ni de coña, nuestra canción ya la he elegido yo y no me la cambies -contestó ella-. ¿No te gusta?
-Está bien, pero hay canciones mejores.
-También hay mejores hombres que tú -contestó ella cruzando los brazos.
Mario sonrió y bajó la mirada con aire derrotado. Ella le abrazó y apoyó la cabeza sobre su pecho.
-Lorena, ¿qué tipo de mujer eres? -preguntó Mario.
Ella despegó la cabeza de su pecho y miró hacia arriba. Mario era ligeramente más alto, no mucho.
-¿Qué quieres decir? -preguntó ella.
-¿Qué tipo de mujer eres? -insistió él-. ¿Eres de una de esas mujeres con las que los dados ya están echados desde el inicio de la partida?
-Sí -respondió ella-. Y nuestra canción ya está elegida, no intentes cambiarla.
-Born to run es otra canción mucho mejor...
-Calla o te dejo aquí tirado -le advirtió, secándose la frente. Ninguno de los dos tenía paraguas-. Nos vamos a poner perdidos como no cojamos un taxi pronto. ¿Por qué no nos hemos montado en uno antes?
-Me gusta pasear por Madrid, me da igual mojarme -contestó él con aire tranquilo demostrando que le daba igual empaparse, cogiéndola por la cintura-. ¿A ti no?
-Sí, me gusta mucho, pero soy de las que llevan paraguas para no mojarse cuando llueve -se besaron una vez más. El roce cálido y húmedo de sus labios... Mario no quería que ese momento acabara.
Mario suspiró y habló.
-Hay cosas que no sabes de mí, Lorena.
-Y tú de mí, Mario. ¿Y qué más da ahora? Ya iremos descubriéndonos mutuamente, no tengas prisa.
Lorena le dio un beso en la mejilla. Vio pasar un taxi, se alejó corriendo de Mario y alzó el brazo dando un grito para que el taxi parara. Así lo hizo cuando paró a su lado. Lorena montó deprisa y Mario caminó hacia el vehículo con las manos metidas en los bolsillos. Una vez dentro, el taxi se puso en marcha.


Lorena estaba en el cuarto de baño secándose con una toalla. Sólo llevaba un tanga negro de hilo. Mario estaba en la puerta mirándola, secándose también. La miraba en silencio embelesado con su cuerpo. Sus curvas, su piel fina de gallina por el frío... Ella terminó de secarse, dejó la toalla colgada y se puso un albornoz. Mario, que se había quitado toda la ropa menos los pantalones, la cogió por la cintura.
-Te gusta mucho mi cintura, ¿no? -preguntó ella acariciando los brazos de Mario pasando sus manos por sus hombros y por su pelo después-. ¿Qué más te gusta de mí?
-Tus labios -dijo él susurrando y besándoselos-. Tu cuello -pasó su boca lentamente por su cuello, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y él se lo besaba, desde la garganta hasta llegar al lóbulo de su oreja izquierda, pasando por su mejilla-. Tus pequeños lóbulos -añadió mordiéndoselo, mientras ella le rodeaba el torso con los brazos uniendo las manos en su espalda. Ella gimió con dulzura, con esa dulce sensación de estar ante el preludio de la pasión y el desenfreno. Lorena le mordió entonces también a Mario el lóbulo de una oreja, humedeciendo después sus labios con la lengua. Mordiéndoselos con lascivia y picardía, sonriendo sabiendo que se iba a portar muy mal, que es como suceden las cosas buenas de la vida. Le cogió la cara con las manos, como lo hizo por la mañana el otro día en la calle. Besó sus dos cicatrices sin que Mario lo evitara.
-El primer día no me las besaste -dijo él dándole un beso en los labios.
Lorena pasó su lengua por la barbilla y la boca de Mario, terminando en la nariz.
-El primer día sólo quería sexo, hoy quiero algo más -contestó desabrochándose el albornoz, que cayó al suelo. Mario la besó de nuevo en los labios, después recorrió su cuello, su hombro y al mismo tiempo que subía sus manos acariciando la cintura, el estómago y los pechos de Lorena, con sus labios recorría su torso, bajó hasta sus pechos y le besó primero el pezón izquierdo. Ella volvió a gemir, arqueando la espalda, echando la cabeza hacia atrás y acariciando el pelo de Mario con ambas manos, para después elevar los brazos como queriendo traspasar el techo de la casa y alcanzar las estrellas, con los ojos cerrados y llenando los pulmones de aire soltándolo lentamente, apretando sus labios reprimiendo un gemido, una llamada divina, una declaración de amor. Su cuello, su pecho, sus muñecas, aún desprendían ese suave aroma a fresa del perfume. Mario besó el pezón derecho y arrastró su cabeza por el torso desnudo de aquella mujer aparecida en su vida de la noche a la mañana de una manera que no se habría imaginado. Con su nariz quería respirar el aroma de cada poro de aquella piel cálida, suave, sensual. Subió lentamente, disfrutando de cada segundo de aquella compañía, cuerpo con cuerpo, unidos en un solo movimiento, como en una sinfonía en la que las notas se siguen las unas y las otras en perfecta armonía de una forma mágica, persiguiéndose, jugando, sin que el compositor se dé cuenta de la obra maestra que está componiendo en el pentagrama. Mario subió la cabeza hasta que sus labios besaron los de Lorena. Sus lenguas se unieron al desfile de gemidos, pulso acelerado, respiración entrecortada y pasión. Parecían dos cuerpos que ansiaban estar unidos después de estar separados a la fuerza. Parecía como si repetir su primer encuentro en un juego de rol fuese el destino al que les obligaban sus cuerpos, sus sentimientos, su lado salvaje, que pedían a gritos un reencuentro que por fin había llegado, sin importarles nada de lo que pudiera pasar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario