viernes, 24 de enero de 2014

Personas invisibles, olvidadas y marginadas

Unas ciento cincuenta personas, o doscientas, o trescientas, las que sean, sentadas en el salón de actos esperando a que comience la conferencia. El ponente, Mario San Martín, se dirige a un estrado marrón que había en el lado izquierdo desde el punto de vista del espectador, a la derecha del escenario mirando de cara al público. Da unos golpecitos en el micrófono para comprobar que no había problemas con el sonido. Viste unos zapatos negros, pantalones vaqueros azules, una camisa azul, corbata con negra y una americana azul oscuro con un pañuelo sobresaliendo de forma tímida a través de un bolsillo que tenía en el lado izquierdo. Se seca unos gotas de sudor que tenía en la frente por los nervios del momento, bebe un poco de agua de una botella que había en el estrado y comienza a hablar. Esa iba a ser más o menos la situación.

1.- Muy buenas tardes a todos... Hace unos días, cuando estaba tomando un café en la cafetería del campus universitario mientras leía un periódico, me llamaron por teléfono para comunicarme que estaba invitado a dar esta conferencia. Las pocas personas que me conocen saben muy bien que no soy amigo de dar charlas en público. No considero que haya hecho méritos suficientes como para que un grupo de personas, cualesquiera que sean, ejerzan la profesión que ejerzan, tengan la edad que tengan, sean inteligentes o estúpidas, de la ciudad más poblada y moderna del mundo o del pueblo más retirado en la más alta montaña, de la civilización occidental o de la tribu más escondida en la selva del Amazonas y que tal vez nunca llegaremos a saber que existe, tenga interés en escucharme. No soy un líder de masas, no he inventado un aparato revolucionario que cambiará la forma de relacionarse de las personas o su forma de consumir productos del negocio del entretenimiento, ya sea música o cine. No he descubierto la cura contra el cáncer que signifique el fin de la mortalidad provocada por dicha enfermedad. No he vendido millones de ejemplares de mis libros y no creo que lo vaya a hacer nunca, ni en vida ni después de morir, solucionando la vida económica de mis descendientes, que seguramente pelearían por tener los derechos de dichas ventas. No estoy convencido de que mis palabras vayan a suponer un aditivo a sus vidas. Aunque tampoco creo que vaya a empeorarlas, por lo que al menos se quedarán como estaban. No saldrán de este salón de actos con una visión distinta del mundo, una charla no cambia una forma de ver la vida en un rato, no verán una luz que iluminará sus caminos haciendo que lo vean todo más claro. Pero espero que tampoco salgan de aquí pensando que no merece la pena vivir. Procuren no ser un ejemplo de este último caso porque para un ponente con una visión de la vida en la que el suicidio colectivo no entre en sus planes sería poco llevadero ser el principal responsable del suicidio de un oyente después de una de sus conferencias. Es probable que algunos, muchos o todos ustedes estén convencidos de que son libres para decidir sobre su futuro, sobre su vida y su muerte. Y que por ello sólo ustedes, ni dioses ni enfermedades de ningún tipo, son los únicos que pueden ser los responsables del momento en que dejen de existir, ya que no lo fueron del momento de su concepción. Puede que algunos, muchos o todos ustedes, o tal vez ninguno, no lo sé, quieran ser quienes decidan cuándo quieren morir para al menos tomar la decisión de poner fin a su vida después de que nadie les preguntara si querían ni tan siquiera empezarla. No es lo mismo nacer que morir. Sería absurdo recriminar a nuestros padres habernos parido porque nosotros no queríamos. Pero no es absurdo ni mucho menos recriminar que alguien intente matarnos. Ya no porque seamos felices en esta vida y no queramos morir asesinados. Sino porque como seres humanos, racionales en mayor o menor medida, podemos estar convencidos de que los únicos que queremos decidir sobre nuestra muerte somos nosotros. Que nadie más, excepto nosotros mismos, tiene el derecho de arrebatarnos la vida. Salvo que decidamos que un médico nos desconecte de los cables y aparatos que nos unen a la vida en un hospital o en nuestras casas, evitando estar durante años en un estado vegetativo que no conduce a ninguna parte, sino que sólo alarga nuestra vida de forma inútil porque ya no hay marcha atrás. Suicidio o eutanasia son las dos circunstancias en las que nosotros, el caballero del quinto asiento de la tercera fila empezando por la derecha y desde la fila más lejana al escenario según les estoy viendo yo a ustedes, la joven del séptimo asiento de la novena fila empezando por la fila más cercana al escenario y desde su punto de vista de cara al escenario, o quien les habla, yo mismo, decidimos sobre el momento de nuestra muerte. Incluso aunque nos hubiesen lavado el cerebro en una secta haciéndonos creer que tenemos que suicidarnos para que un ser extraño con nombre exótico procedente de la segunda galaxia más cercana a la nuestra venga a salvarnos de nuestros pecados, nosotros seríamos los que en última instancia decidiríamos sobre nuestro propio suicidio. No de una forma totalmente libre, obviamente, pero nadie nos mataría... Tenía una charla preparada y debo decirles con franqueza que no es la que les estoy ofreciendo en estos momentos. El texto inicial que tenía escrito no tenía nada que ver con este que les estoy leyendo. Había pensado en hablarles del presente y del futuro de este país. Del presente y del futuro de las varias generaciones de seres humanos que nos hemos encontrado en este país en este año. Y posiblemente de algunas cosas más que se me hubiesen ocurrido sentado delante del ordenador e imaginando qué sería lo mejor que yo podría contarles a ustedes, que han decidido, entre una gama de posibilidades más o menos limitada, venir a escucharme en lugar de ir al teatro, al cine, a un concierto o a una de las manifestaciones o asambleas que tan de moda se han puesto en los últimos tiempos. Pero hace dos días conocí a una persona que me ha movido a hablarles de la vida, de todo lo que nos rodea y nos hace sentirnos felices, los seres vivos más afortunados de la Historia desde que de una explosión surgió el Universo tal cual, en la parte en que es así, lo conocemos. Pero también de todo lo que nos rodea y nos hace sentirnos los seres más tristes y desgraciados, más proclives a deprimirnos y a hundirnos cuando los acontecimientos se ponen en nuestra contra, como si hubiese un ser superior a nosotros que está escribiendo cómo tienen que ser nuestras vidas y disfrutando mientras nos hace sufrir al tiempo que nosotros pensamos que no hemos hecho nada para merecerlo. Hace dos días conocí a una persona que no quería vivir, que no tenía nada por lo que levantarse por la mañana cada día, que no tenía motivaciones y que, me aseguraba, no tenía ningún tipo de cualidad. No era especialmente inteligente, no tenía una buena pluma para escribir, no estaba tocado con la varita de la creatividad musical, literaria o cinematográfica. No era especialmente atractivo. No tenía un sentido del humor que hiciera reír a nadie. No tenía una novia que lo abrazara y lo besara, pero de decidir ser gay, si es que se puede decidir la orientación personal como si fuera el menú de un restaurante, me decía, tampoco tendría un novio o un ligue. No atraía a ninguna persona de ninguno de los dos sexos. No era creyente, sino ateo, por lo que la posibilidad de vivir en el Cielo una segunda oportunidad eterna que recompensara las penurias de esta vida limitada no tenía cabida en su pensamiento. No era más que, así se definía a sí mismo, un despojo social. Una mierda maloliente de la que los demás huían. Lo de maloliente, decía, no era figurado. Vivir en la calle durante años viendo cómo cientos, miles de personas pasaban de largo poniendo cara de asco al percibir su olor le daba el motivo para afirmar que era literal y no figurado. Es lo que pasa cuando no vives en una casa o en un hotel, que si no tienes acceso a una ducha, poco a poco tu olor empeora. Era una persona que no le importaba a nadie, que no creía en este sistema político y económico en el que vivimos porque el mismo sistema lo había expulsado. No creía en la patraña de que el ser humano es un animal social porque en la vida había encontrado a seres humanos que quisieran relacionarse socialmente con él. Esta persona no me quiso dar su nombre y yo tampoco insistí en preguntárselo. No tenía intención dar decírmelo, así que insistir no hubiese valido de nada. Es una parte de su vida, esa vida que no le importa a nadie, que no quería mostrar. Y yo no soy quién para obligarle a hacerlo. Simplemente me senté a su lado en el parque donde estaba durmiendo y hablé con él durante el tiempo que me lo permitió. Y durante ese rato, no sabría decirles cuánto fue, lo único que hice fue escucharle y animarle con algunas frases para que me contara cosas sobre él. Me quedé, sobre todo, con un par de ideas: que lo último que debe perder una persona es su dignidad y que siempre se debe ser uno mismo, hasta las últimas consecuencias. Sin importar que todo el mundo se vuelva en tu contra. Porque si para contentar o atraer a los demás tienes que perder la dignidad y fingir ser otra persona, la vida no merece la pena...

2.- Esto ocurrió hace dos días. Pero ayer me encontré con otra persona, de veintitantos años. Estaba por aquí, por el campus. No sé si estudiaba en este o en cualquiera de los otros de la Ciudad Universitaria. Era una chica, una joven. Una mujer, a fin de cuentas. Supongo que cuando nos referimos a las mujeres y a los hombres jóvenes como "chicos" y "chicas", y lo recalco, es porque asociamos los términos hombre y mujer a la experiencia en la vida, a la madurez, al paso de los años de la juventud a la madurez. Y creo que nos equivocamos. Son hombres y mujeres como nosotros. La edad y la madurez no son directamente proporcionales. Si hablásemos con todas las personas de este mundo, descubriríamos cientos, tal vez miles, incluso millones de personas muy jóvenes y muy maduras. Y al contrario, personas muy mayores a las que todavía no deberíamos calificarlas de maduras en cuanto a visión de la vida, a ideas y pensamientos. Bueno, como les estaba diciendo, me encontré con una mujer joven, de veintitantos años. Esta joven tenía los ojos rojos y supuse que había llorado. Me reconoció y se sintió cohibida. Creo que no temía que la situación fuera violenta, ni estaba del todo avergonzada. La animé a que me dijera lo que le pasaba. No era especialmente atractiva, no era una de las denominadas mujeres de bandera. Tenía unos ojos muy vivos y una bonita mirada. Y las veces que la vi sonreír, porque lo hacía, aunque muy tímidamente, vi una belleza que da gusto ver, una vitalidad que te hace pensar que aunque el final sea el mismo para todos, hay que intentar vivir el día a día con la mejor de nuestras sonrisas. Y yo mismo he vivido muchos años en los que eso no era posible y aún hoy en día, cuando algunas cosas han cambiado, sigo teniendo momentos en los que no me creo ni siquiera las palabras que ahora mismo les estoy diciendo. Seguro que todos ustedes también han vivido momentos como esos, ¿verdad? Mentirían si dijeran que no. Todos los hemos vivido. Esa joven lo estaba viviendo cuando me la encontré. Con ella fue más fácil entablar una conversación que con el hombre del día anterior. La juventud nos hace abrirnos más a los demás. Aunque hayamos vivido muy malos momentos, la perspectiva de que aún nos queda mucha vida por delante nos hace ver la vida de una forma distinta. Una persona infeliz de veinte años tiene décadas para ser feliz. Una persona infeliz de sesenta, no. Por eso en la juventud buscamos más salidas a la infelicidad. ¿Cómo vamos a estar tantos años sin buscar la felicidad? ¿Incluso aunque dudemos de su existencia y, por lo tanto, de la posibilidad de llegar a sentirla en todos los poros de nuestra piel, en todos nuestros pensamientos, en cada paso que damos, en cara bocanada de aire que respiramos? Una vida que desde la juventud está dirigida a la infelicidad, a la tristeza, ¿merece ser vivida? La joven de la que les hablo estaba sumida en momentos de dolor. Tenía un novio que la quería mucho. Y ella a él también. Me dijo que tenía la sensación de que ella ponía más amor en la relación que él. Que si pesaban en una balanza la dedicación, amor, romanticismo, que cada uno de los dos había puesto en la relación, el peso caería de su lado. Eran felices, no me dijo lo contrario. Pero ella estaba... alicaída por ese motivo. No desconfiaba de él, pero sufría porque daba cinco y recibía tres. Y eso a veces le hacía dudar de que esa relación tuviera futuro. Y ayer descubrió que su novio la había engañado una vez. Se lo dijo él. Al menos, pensarán ustedes, no lo supo por una tercera persona o no lo descubrió pillándoles in fraganti. Su pareja fue sincera y le dijo que se había acostado con otra mujer varias semanas atrás. Ella se hundió en ese momento. No sólo sentía que ella estaba más involucrada en la relación, sino que él le había sido infiel. Se derrumbó. No sintió fuerzas ni para insultarle o pegarle una bofetada. Se fue llorando. Él no intentó ir detrás de ella. No sabe si porque no le importaba o porque pensó que era inútil y prefirió dejarla marchar definitivamente después de darle el empujón más temido por cualquiera que tiene una relación amorosa. El amor es así. Te entregas a la persona a la que amas y cuando te dan una bofetada es como si el corazón se te parara y no pudieras seguir viviendo. Te hundes y no sabes cómo salir del agujero. Sólo piensas en morirte porque si en el amor de tu vida, no merece la pena seguir viviendo. Lloras y lloras y esa sensación de opresión en el pecho no desaparece, no se alivia. Por muchas palabras de cariño que te digan los amigos, no puedes salir del pozo en esos momentos de angustia. Momentos en los que, me decía, te dan ganas de morirte. Es absurdo, todos lo sabemos. Todos hemos pasado por la misma situación o conocemos a alguien que lo ha vivido. Sí, hay quienes tienen suerte y conocen a quien se convierte en el único amor de su vida y viven felices, respetándose mutuamente, siendo fieles. Pero otras personas, no sé si la mayoría, la gran mayoría o la inmensa mayoría, tropiezan de vez en cuando en un camino por el que nadie nos enseña a caminar porque nadie sabe realmente cómo hacerlo. Y por muchas veces que pensemos que los tropiezos son lógicos, cuando nos suceda pensaremos y estaremos convencidos hasta las trancas de que somos las personas más desafortunadas del mundo. Por muy altruistas que seamos, nos invadirá el egocentrismo y estaremos convencidos de que somos infelices, que la felicidad que hemos vivido ha sido mentira y que nunca más volveremos a confiar en los demás. Y mucho menos, a amar a alguien. Esta chica habló menos que el hombre, tengo que reconocerlo, pero su mirada reflejaba todo lo que les he contado. Sus lágrimas decían seguramente más de lo que les acabo de contar.


3.- Lo que acabo de exponerles son dos ejemplos de dos vidas distintas, la de un hombre que tiene muy pocas posibilidades de dar un vuelco a su vida y encontrar la felicidad, y la de una joven desolada que tiene casi toda la vida por delante para enamorarse una y otra y otra vez. Que tiene casi toda la vida por delante para volver a sufrir, pero también para encontrar a un hombre que la ame de verdad y que no le sea infiel. Pero, ¿cuántas historias de este tipo existen en la vida diaria? ¿Alguna vez se han preguntado cuántas vidas llenas de dolor y penas hay a su alrededor? ¿Cuántas personas que viven en su entorno son felices? ¿Cuántas son unas desgraciadas a las que nada les sale bien? Señoras y señores periodistas... Porque ustedes ya no son jovencitos que acaban de entrar en la universidad llenos de ilusiones y esperanzas, ávidos de vivencias de todo tipo. Ustedes ya son periodistas graduados. Esta ceremonia no es más que el punto final, es cierto. No es más que un formalismo. Los estudios ya han pasado, al menos en esta fase. Algunos de ustedes, y permítanme que les siga tratando de usted aunque se vean jóvenes, que lo son, pero piensen que son periodistas, que ya han entrado aunque sea unos meses en un medio de comunicación, ya han estado al pie de la noticia, escribiendo, locutando y narrando ante una cámara lo que ocurre ahí fuera y por lo tanto tengo que llamarles de usted porque mejor o peor, han contribuido a que la sociedad esté mejor informada. O al menos eso espero. Espero que ninguno de ustedes haya empezado su carrera manipulando, mintiendo, ocultado o deformando la realidad al gusto de los empresarios de los medios de comunicación. Algunos de ustedes a lo mejor quieren hacerlo. Algunos de ustedes a lo mejor ya se han visto obligados a hacerlo. Eso sería una muy mala noticia. Pero buena o mala, ya han metido la cabeza y supongo que todos ustedes quieren dejarla ahí dentro. Y mientras estén no deben olvidar una cosa. El Periodismo no consiste sólo en escribir una crónica parlamentaria en la que los diputados siguen al pie de la letra un guión escrito previamente. No consiste sólo en ir a un estadio de fútbol o de baloncesto y narrar un partido. No consiste sólo en debatir sobre si el próximo Gobierno conseguirá bajar las tasas de desempleo en una Unión Europea en la que los dictados de las políticas económicas las dicta Alemania. No consiste sólo en aplaudir la dirección de Scorsese en su última película. No consiste sólo en decir que el movimiento 15-M es un soplo de aire nuevo para una democracia viciada o que es un grupo de antisistema que no entienden lo que fue la Transición y lo que costó llegar a tantos acuerdos para pasar la una dictadura a un Estado democrático. No. El Periodismo no consiste sólo en eso. También consiste en ser curioso, en querer conocer lo que ocurre a nuestro más cercano alrededor. En intentar saber cómo transcurre la vida en un barrio cualquiera de Madrid y del resto de ciudades, pueblos y aldeas de España. Y si se viaja al exterior, palpar lo máximo posible el ambiente de las ciudades, pueblos y aldeas del resto del mundo... Debo reconocerles una cosa antes de terminar: ese hombre cuya vida ya no tiene solución y esa joven cuyo novia la ha engañado, y que en ambos casos, en ese momento en que les conocí, sentían pocas ganas de vivir, pero siguen haciéndolo libremente, porque sólo ellos son los dueños de sus vidas, les vaya mejor o peor... no existen. Me los he inventado. Ese hombre concreto y esa joven concreta no existen. No son reales. Son producto de mi imaginación. Pero no tengan ninguna duda de que en Madrid, no hace falta que se vayan a Faluya, en la capital de este país, en la ciudad en la que ustedes han vivido y estudiando los últimos años, en esta ciudad en la que ustedes, algunos de ustedes, muchos o la mayoría, han nacido y vivido siempre, existen, viven, un hombre y una joven como el hombre y la joven que me he inventado. No tengan ninguna duda de que en esta ciudad hay hombres y mujeres desconocidos para muchos o para todos los habitantes y turistas de la capital. Hombres y mujeres invisibles para la sociedad. Hombres y mujeres que sufren, que tienen sentimientos, que aunque estén abandonados por todos o por una sola persona, viven momentos o incluso años en los que ven que no merece la pena vivir. Y ahí, aunque algunos no lo crean, entran ustedes en juego, los periodistas. El Periodismo no es sólo política, deporte, cultura... También es Humanidad. Con mayúscula. Tenemos la inmensa suerte, algunos dirán que a causa de la evolución, otros que a la existencia de un Dios, de ser animales inteligentes que hemos desarrollado las artes más hermosas del mundo. Somos capaces de escribir poemas como Neruda, novelas como Cervantes... De componer canciones como Whatever de Oasis. De pintar cuadros como La Gioconda o incluso toda una capilla. Somos capaces de lo mejor. Pero recuerden que también somos, por desgracia, capaces de lo peor. Millones y millones de personas han muerto en muchas guerras y conflictos por culpa de la inteligencia del ser humano, capaz de desarrollar cada vez armas más potentes y de usarlas contra otros seres humanos por diversos motivos. ¿Hasta la autodestrucción? No lo sabemos, pero esperemos que no. Pero si eso ocurre, ustedes tendrán que informar. Al igual que tendrán que informar de accidentes de tráfico, de asesinatos y de suicidios. Les guste o no, les puede tocar. Y tendrán que hacerlo. En la vida no todo es bueno, también hay que pasar muchos malos tragos. Y como somos capaces de lo mejor y de lo peor, ustedes, periodistas, deben tener clara una cosa: en este mundo no sólo hay famosos a los que perseguir por la calle, futbolistas a los que idolatrar, directores, actores y actrices a los que envidiar por dar vida a personas maravillosos que nunca existirán en la realidad. También hay muchos personas invisibles que son víctimas de los conflictos más sangrientos y de la más pura ignorancia. No me refiero al analfabetismo, que también. Sino a la conducta de todos nosotros, que los ignoramos y no queremos saber nada de estas personas. Igual que por mucho que intentemos ocultarlo, no hacemos nada por evitar el proxenetismo y la esclavitud de hombres, mujeres y niños. Niños que no saben ni leer ni escribir, pero que ya saben picar en una mina... El Periodismo, sépanlo, también vale para dar voz a aquellos a los que hemos dejado mudos. A dar voz a quienes hemos marginado, a quienes obligamos a vivir en la calle, a quienes obligamos a vivir sin una infancia. Y la infancia, como cualquier época de la vida, jamás se recupera. Ustedes, periodistas, tienen la obligación con esta sociedad de servir de altavoz a todas aquellas personas marginadas por el sistema. Y no olviden que el sistema no es un ente abstracto: el sistema somos todos. Piensen en ello. Yo como escritor no tengo la obligación que ustedes cargan sobre sus hombros para con la sociedad. Utilicen los medios que van a tener a su alcance, utilicen sus conocimientos y las nuevas tecnologías para dar voz al silenciado. Para acercarse a ellos y hacerles saber con hechos, no sólo con palabras, que no están solos. No sean sólo periodistas, sean seres humanos comprensivos. Ustedes van a disponer de mucha información, pero también deben tener la curiosidad y la bondad necesarias como para saber que existe el Periodismo de calle, no sólo el Periodismo de redacción que se basa en ir a una rueda de prensa y volver al medio a redactar una noticia. La calle es la vida, estimados periodistas. Procuren informar de todo lo que hay que informar, no sólo de la deuda española, de la prima de riesgo o del estado de la Bolsa. Informen también de todas aquellas personas invisibles, olvidadas y marginadas. Ellas también son parte de la realidad, son parte de la vida. Y el Periodismo, a fin de cuentas, lo que tiene que hacer es ser el altavoz de lo que sucede en la calle y dar a conocer lo que los poderes quieren ocultar.


Mario San Martín mira a Lorena. Están tumbados en la cama. Falta un día para que él tenga que darles un discurso en la ceremonia de graduación a los estudiantes del último curso de Periodismo. Lorena le mira sonriendo y asiente con la cabeza.
-Está perfecto -le dijo-. Les tocará la fibra, te lo aseguro.

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