martes, 7 de enero de 2014

Cuando Matt Gordon por fin mata a su mayor enemigo. Fin de la novela

Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Cinco disparos. La pistola no tenía más balas y no podía llenar con más plomo el cuerpo de ese hijo de la gran puta cuyo cadáver se estaba desangrando a sus pies. La lucha de cuarenta y tres años por fin llegaba a su fin. Había sido cruenta, se había cobrado la vida incluso de personas inocentes que estaban en el momento equivocado en el peor lugar posible. Otros no. Esos se habían merecido la bala en la sien, en el pecho o en la boca. Pero la madrugada del 4 de octubre de 1981 todo terminó. Matt Gordon había matado a su peor enemigo.
Sentía satisfacción y pena al mismo tiempo. Una sensación parecida a la que se siente cuando se acaba de leer una novela que te atrapa desde la primera frase. Llevaba décadas deseando terminar su misión en la vida y ahora estaba aliviado, satisfecho, feliz, por haberlo conseguido. Pero lamentaba que aquella tremenda aventura llegara a su fin. En lo más profundo de su ser esperaba que la lucha durara eternamente, en esta vida o en la otra, de existir otra. Lamentablemente, todo tiene su fin, salvo la muerte, que es eterna una vez que llega. Matt Gordon la veía delante de él y no le daba miedo. La muerte no hace daño, no te hiere. Es lo previo a la muerte lo que realmente debe asustar a una persona si es que quiere tener un motivo para tenerle miedo a algo. Puedes afrontar el momento como lo que es, inevitable. O puedes ser un gilipollas que se mea en los pantalones mientras alguien te apunta con una pistola a tu puta cabeza de mierda y no tener los huevos de afrontar la realidad de la vida. Sobre todo cuando quieres aparentar ser un hombre cuando no eres más que un jodido imbécil que no ha sabido jugar su única carta en esta partida cuyo final ya está escrito desde el inicio. Pero él no era así. Él había sido un digno rival en el tango que habían bailado más de cuarenta años. Los mejores de su vida. Y al mismo tiempo, dulce ironía, los peores.
Matt Gordon tiró el arma homicida al suelo y caminó por la habitación hasta llegar a una mesa. Sobre ella sólo había un cenicero. Buscó en uno de los bolsillos interiores de su americana y sacó un paquete de cigarrillos y un mechero. Extrajo del paquete un pitillo y lo encendió. Se lo llevó a los labios lentamente, como si el sabor de la nicotina fuera el sabor de la victoria, el sabor de la sangre derramada, el sabor del último hálito de vida de su peor enemigo. Expulsó el humo y miró a través de él. El pasado borroso lleno de incertidumbre dio paso unos segundos después al presente: el reflejo de su rostro deteriorado por el paso del tiempo. El brillo de los ojos apareció como el recuerdo de una juventud que no recordaba. La sonrisa de quien no sufre por un primer amor no correspondido oscurecida por las sombras de los cementerios a medianoche. Las ojeras le recordaban el destino de los asesinos durante tantas noches en vela esperando a que la víctima llegara a casa después de ir a ver a su puta preferida, aguardando a que la mujer se marchara con los hijos al colegio una mañana cualquiera para que no sufrieran al ver a su querido esposo y padre saldar la cuenta pendiente con el corredor de apuestas al que nunca pagaba. El entorno de la víctima no solía tener la culpa de sus actos como para presenciar el momento del asesinato. Pero si el cliente pagaba, había que hacer el trabajo para merecer el cobro.
Se dio la vuelta y caminó hacia el cadáver. Una mirada más suplicándole perdón, una boca más a punto de pedir clemencia, otro grito más silenciado en el último momento. Se agachó y recogió el sobre con el dinero. Siete mil dólares. El doble de lo que cobraría la mañana siguiente por el trabajo bien hecho. Ahora debía llevarse la prueba de que la víctima había sido asesinada. ¿Qué hacer esta última vez? Pensó que lo más rápido era hacer lo mismo que siempre, así que fue hacia la cocina, encendió la luz, buscó en unos cajones, encontró un cuchillo y regresó junto al cadáver. Hincó una rodilla en el suelo y sacó de la americana unos guantes negros. Se los puso, sujetó la cabeza con su mano izquierda, apoyándose en los dedos pulgar, índice y corazón, presionando con los tres al mismo tiempo, y con la mano derecha, usando el cuchillo, le arrancó primero el ojo derecho. Acto seguido hizo lo mismo con el izquierdo. La sangre corría sobre la cara de la víctima en una imagen que provocaría arcadas a cualquiera que lo viera. Pero no a él. Dejó el cuchillo en el suelo y de vuelta a la cocina, buscó una bolsa y al encontrarla, una vez más fue a la habitación. Metió los ojos en ella. Cerró la bolsa haciendo un nudo con las asas y después metió esta bolsa en otra hecha de una tela más fuerte para que la sangre no fuera goteando, anudándola también. Después buscó en los bolsillos de los pantalones de la víctima y cogió su cartera. Se la guardó. Tenía los guantes manchados, así que antes de coger el cigarrillo y darle una calada, se los quitó y los tiró encima del cuerpo sin vida. Dio un par de caladas y tosió. Fumar no era lo más recomendable si quería curarse, pero teniendo en cuenta las pocas posibilidades de sobrevivir, ¿qué coño importaba morir un mes antes o uno después? Metió la bolsa de tela en el maletín que había dejado bajo la mesa. Miró al cadáver, sonrió y se marchó. Eran las tres y veintinueve de la madrugada.

Llamó a la puerta con los nudillos. Eran las ocho y cuarto de la mañana y suponía que ya estaría despierto. Esperó. Escuchó unos pasos y unos segundos después la puerta se abrió. Allí estaba, sonriéndole, Frank. 
-¿Lo has liquidado? -preguntó abriendo los brazos como si le fuera a abrazar.
Matt le enseñó el maletín y se lo dio. Frank soltó una carcajada, cogió el maletín con la mano derecha y con la izquierda invitó a Matt a entrar.
-Llevo varios días esperando este momento -decía Frank mientras caminaban hacia el comedor. El piso era pequeño, no necesitaba más, sólo estaría un par de días en aquel apartamento alquilado-. ¿Cómo te sientes después de haber acabado por fin con él?
-Bien -contestó escuetamente Matt-. ¿Tienes mi dinero, los tres mil quinientos?
-Sí, sí, ahora te doy la pasta, antes déjame ver lo que me has traído -comentó Frank sentándose en un sofá y apartando unos papeles y un revólver que había sobre una mesa.
Frank abrió el maletín. Dentro estaba la bolsa de piel. La abrió y dentro estaba la bolsa de plástico con los ojos.
-Joder, nunca me acostumbraré a este puto olor a podrido -se quejó frotándose la nariz y los ojos. Abrió la bolsa de plástico, la cogió de la parte inferior con los dedos pulgar e índice y los ojos cayeron sobre la mesa. La sangre estaba seca-. ¡Ja ja ja! ¡Estupendo Matt, sus putos ojos!
Mientras Frank reía mirando aquellos ojos, Matt cogió la cartera de la víctima y la tiró sobre la mesa. 
-Dentro hay tarjetas de crédito, su carnet de identidad, el del club de golf y algo de dinero. Lo que llevaba encima cuando lo maté -dijo.
-Muy bien -se congratuló Frank cogiendo la cartera, registrándola y dejándola sobre la mesa, junto a los ojos ensangrentados.
-Dame el dinero -espetó Matt.
Frank se levantó y caminó hacia un armario. Lo abrió y sacó un sobre de debajo de unas camisas. Se lo dio a Matt, que lo abrió y contó el dinero. Tres mil quinientos dólares.
-¿Está todo o no?
-Sí, está todo -respondió Matt metiendo el sobre en el interior de su cazadora.
Frank sonreía. No se le borraba la sonrisa de la boca desde que Matt entró en el apartamento. Se sentó de nuevo y se quedó observando los ojos.
-Dime Matt, ¿qué se siente al matar a un padre? -preguntó.
Matt, sin decir nada, sacó el revólver que siempre llevaba encima y disparó a Frank en la cabeza. Su cuerpo cayó sobre en el sofá con la cabeza hacia atrás consecuencia del impacto. Matt se acercó al cuerpo para asegurarse de que estaba muerto. Palpó el cuello de Frank y comprobó que no tenía pulso. Se puso unos guantes y registró todo el apartamento en busca de dinero. No había más que los tres mil quinientos dólares que ya tenía. Se acercó al sofá y buscó en los pantalones que Frank llevaba puestos. Había unas llaves de un cadillac y una cartera. La abrió, pero en su interior no había nada de interés, sólo un par de carnets y veinte dólares. Acto seguido, inició un nuevo registro más minucioso del apartamento en busca de micrófonos ocultos que pudieran dar pistas de su presencia. Estaba todo limpio. Ya no tenía nada más que hacer allí.


Dejó el ramo de flores sobre la tumba por última vez. Lo hacía una vez al año desde hacía veinte. Desde la primera, siempre le prometía que volvería al año que viene para no regresar jamás, pero acababa incumpliendo la promesa. Esta vez no. Esta sí que era la última. Su vida estaba incompleta hasta ese momento. Había matado a su padre y vengado a su madre. Era su deber después de que él la matara a ella. Era su obligación como hijo. No lloró, no lo hacía desde la última y ya habían pasado treinta años de eso. Fue cuando su padre le pegó antes de irse de casa y dejarles abandonados. Años después, la mató. No lloró en su funeral, estaba demasiado furioso como para derramar una lágrima. La furia es más fuerte que la pena. Una furia que había durado años persiguiéndolo por todo el país. Hasta la semana pasada. La madrugada del 4 de octubre de 1981 Matt Gordon mató a su mayor enemigo. Ya se había vengado, su verdadera misión en la vida había finalizado. Miró la tumba por última vez y se fue para siempre. 


Ricardo pasó la última página del borrador. Cogió el cigarrillo del cenicero y le dio un par de caladas. Mario estaba sentado enfrente, en silencio desde que hacía más de una hora su editor leía el final de su última novela. Puso el borrador sobre la mesa y miró a Mario con cara de satisfacción.
-No quiero que la toques, así está perfecta -le dijo.
Mario asintió.
-A mí también me lo parece -añadió-. Pero el que se arriesga con el dinero eres tú, no yo.
-Esto no es arriesgarse, es apostar por el caballo ganador, Mario. Es, sin lugar a dudas, tu mejor novela.
-¿Tú crees?
-Por supuesto.
-No era muy difícil superar el listón.
-Eso es lo que tú te crees. Pero da igual. Es la mejor de tus novelas, no me importan los días de retraso, ha merecido la pena.
Ricardo cogió la lata de cerveza que había abierto un rato antes y bebió un par de sorbos. De nuevo, con el borrador en la mano, lo ojeó unos momentos.
-Me encanta el diálogo padre-hijo -dijo mientras leía en silencio-. Directo, implacable, sin rodeos... Como toda la novela.
-Sólo has dicho dos cosas, directo y sin rodeos es lo mismo.
-No me jodas...
Los dos se rieron. Ricardo se levantó para cerrar la ventana que habían abierto. Ahora llovía y la temperatura había bajo. Regresó a su silla.
-¿Estás mejor? -le preguntó.
-Sí.
-No quiero que te pase nada durante la presentación. Estaría bien para que las televisiones tuvieran más audiencia y a lo mejor vender así más libros. A más audiencia más compradores potenciales de tu libro. Pero a ti seguramente no te gustaría hacerlo de esa manera.
-Ten por seguro que no.
-Lo tengo. Como que esta novela va a ser un éxito. ¿Has pensado ya en el título?
-Tengo varios en la cabeza, pero no acabo de decidirme por ninguno.
-Hazlo pronto, ¿vale? Antes del viernes lo quiero para empezar el proceso y de aquí a un mes y medio empezar la campaña y preparar la presentación.
-De acuerdo, antes del viernes te llamo.
Ricardo sonrió y bebió la cerveza que le quedaba pensando en el dinero que ganaría con la nueva novela.

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