martes, 24 de diciembre de 2013

Jack Daniel's, tabaco y la que dicen que es la mejor manera de abrirse las venas...

Unas suaves notas de piano sonaban en mi mente. La noria giraba y giraba con lentitud, como movida por los sensuales soplidos con los que la mujer que decía que me amaba me despertaba cada mañana. Hacíamos el amor como si fuera la primera vez que un ser humano descubría el placer de unos labios sedientos; de unas manos huérfanas de cariño hasta entonces; de unos besos que dormían en el limbo de los ósculos aún no dados; de dos cuerpos que descubren que se compenetran perfectamente; de unas lenguas juguetonas que descubren El Dorado del sexo; de unos gemidos que pronto serían prohibidos por los hombres que dicen hablar en nombre de un Ser Todopoderoso que nadie ha visto ni verás jamás.


Una imagen y mil palabras se daban la mano cuando me miraste por primera vez mientras una copa vacía pedía que la llenaran de whisky. Las penas se ahogan en alcohol... o eso dicen. La música abría la puerta de los sueños más oscuros, de los deseos más secretos, de los celos más salvajes y de las lágrimas más pesadas. Kafka despertaba después de haber soñado con una cucaracha. Freud descubría que amaba a su propia madre. Kant echaba a Dios por la puerta y lo dejaba entrar después por la ventana. En un despacho de la CIA se tramaba un asesinato. Y tú me besabas transformándome en un autómata preso del movimiento de tus caderas y del sabor de tu sudor a medianoche.

El humo del séptimo cigarrillo de la noche me nublaba la vista. Jack Daniel's me hablaba desde la mesa. Me contaba sus historias de contrabando, de congresistas asiduos a las malas compañías, de un prestidigitador de joyas y dinero, de prostitutas llorando en el suelo y de hombres que te hacen pensar en el panadero de Montsou. Me hacía recordar el sonido de tus carcajadas, la belleza de tu sonrisa, la chispa con la que tus ojos encendían mi corazón. Cada noche sentía que mis latidos susurraban tu nombre y que por mis venas corría el amor más profundo que podía sentir en toda mi vida. Suma estar enamorado con ser escritor, novelista, dramaturgo y poeta, sobre todo poeta, y tienes el peor de los resultados posibles. 

La cabeza me dolía cada vez más. La noria no paraba, seguía girando como en una de esas pesadillas de las que te despiertas y tardas un rato en darte cuenta de que sólo era una pesadilla. Como esas veces que sueñas que te roban, o te matan, o te persiguen, y al despertar te levantas de la cama y paseas por toda la casa para asegurarte de que no hay nadie. Es irracional, sí, ¿pero qué somos los hombres sino animales que nos creemos inteligentes pero que al final nos dejamos llevar por nuestros más bajos instintos irracionales? ¿Qué somos sino animales en una noria gigantesca que gira y gira sin parar? A veces escapamos de ella en transbordadores espaciales, sí. Pero al final siempre regresamos a la misma noria, a la misma pesadilla, al mismo paseo a las tres de la madrugada para asegurarnos de que no hay nadie en casa...

Tosía. A veces me daban repentinos ataques de tos que no paraban hasta que le daba un par de sorbos a la copa. La compañía de la soledad era menos solitaria si bebía. Jack Daniel's, tabaco y la que dicen que es la mejor manera de abrirse las venas. Esa era mi compañía cada noche que la noria giraba. Una casa vacía, una botella cada tres noches, un paquete de cigarrillos cada dos noches. A veces uno cada noche, pero eso no importa. No era un alcohólico, sólo un poeta fumador que bebía dos botellas a la semana y fumaba un paquete cada noche. Si debía morir, era mejor hacerlo de una forma en la que al menos alguien se parara a pensar cómo coño pude haber llegado a ese estado. Es mero egocentrismo y fantasía de novelista, nada más. Una paranoia producto de la lectura de novelas policíacas.

La policía no investigaría mi muerte más de lo necesario. La autopsia aclararía que morí por causas naturales y ya está. La historia de cómo yo pasaría al olvido no ocuparía más que unas cuantas páginas de un informe policial y otro del forense. Nadie querría leerla, como nadie leería la historia de ese libro. Sobre una mesa del salón dejé, una noche sin luna y sin estrellas, un libro. El marcapáginas, una rosa marchita, colocado en la página noventa y cinco. Tú lo dejaste ahí y nunca me atreví a moverlo de su sitio. Miedo o cobardía, llámalo como quieras. ¿Olvido? Nunca. ¿Sadomasoquismo? ¿Autoflagelación? Quizás. ¿Un sueño? 

Me dirigí a la mesa y vi el libro. La rosa estaba muerta. Alguien se había olvidado de meterla en un recipiente con agua para que durara un poco más de lo que finalmente duró. Pero su destino era morir en una página de ese libro, aunque hubiese estado aplazando su agonía día más, día menos. Y hablando de destinos, tema del que hablamos algunas noches mientras desnudos, después de hacer el amor, posabas tu cabeza en mi pecho: ¿cuál crees que es el destino de los sueños muertos de un insomne?

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